CULTURAFEMINISMOS

Cosmobolita

Se presentó en Los Preferidos Libros de San Javier el fanzine El Gran Poder de Ru Guzmán, fotógrafo boliviano residente en Traslasierra. Fotografías analógicas y estenopéicas sobre la fiesta como latido migrante.

Por Meli Wortman y Ru Guzmán Ph: @nanusitada y @colamilito

El domingo 23 de febrero de 2025, en la tradicional pista del baile de San Javier, en Traslasierra, devenida bodegón de libros/patio de eventos, en una noche en la que aflojó un poquito el calor mortal de esos días, se presentó EL GRAN PODER, un fanzine de Ru Guzmán con fotografías analógicas en 35 mm y estenopeicas sobre la fiesta como latido migrante en las comunidades bolivianas de Washington DC y Buenos Aires. Se celebró la autogestión y la amistad con micrófono abierto, música viva y bailecitos. 

Compartimos el texto que leyó Meli Wortman y la intro del fanzine.

Cosmobolita

por Meli Wortman

Es 2008. Me contaron que viajar en Año Nuevo es más barato, así que vuelo con una amiga a Santiago de Chile, literalmente contrarreloj, al revés de los husos horarios, y de ahí a Lima. Durante este último tramo, se hacen las 12 en Argentina. Ya es 2009. Las azafatas salen con música y guirnaldas en el cogote a servirnos sidra a quienes habíamos subido en Buenos Aires. Una hora después seguimos en el aire y se hacen las 12 en Chile. Era 2008 mientras en Argentina ya era 2009 pero ahora ya es 2009 en todos lados. Vuelve el loop, que incluye al capitán desde la cabina con un tono chistín chistín algo preocupante en el micrófono. Llegamos a Lima y son las 10 de la noche del 31 de diciembre. Todavía es 2008. Todo es risas, que inédito, jaja, quéloco, punto de partida de MachuPicchu, un casi secuestro y otras aventuras de flashear Latinoamérica y mochilas.

En algún momento de las siguientes dos semanas, paso treinta y seis horas en territorio boliviano. Nunca antes había estado. Nunca volví. No vi ningún Ekeko, ninguna fiesta. Lo mío es la tragedia. Después de un día de paseito por la isla del Sol, desayunábamos un despelote agridulce en un hotelucho de Copacabana. Cuánta cosa frita y fruta y carnes y dulces y mate y café en un desafío para la panza hinchada de altura y vacaciones baratas. A la dupla con Belén se había sumado al viaje Jimmy, un gringo amigo mío, judío de NY, digno de todos los estereotipos. 

Un golpe fuerte afuera nos hace salir corriendo. Belén no logra pasar la puerta, pero salimos con el gringo y la escena es de película: una chica de unos 20 años, atropellada, está tirada en el medio de la calle. Nadie la atiende. El auto que la arrolló está apenas más atrás, en bajada, con la rueda a un metro de ella. La madre de la piba está cagando a trompadas la ventanilla, detrás de la que el devenido delincuente está inmóvil, sin pestañear. “¡Mi hijita! ¡Me mataste a mi hijita!”. Una ronda de gente se junta y la arenga. Nadie mira a la chica, que tampoco se mueve. Un hilo de inmovilidad y un hilo de furia. El gringo observa del lado de los inmóviles. Yo no la pienso y salto al lado de la acción: corro hacia la chica, la cacheteo, le pregunto cómo se llama, Jésica está viva. Tironeo de la vieja. “Señora, ¡está viva! ¡Después nos ocupamos de ese!”. Siento que rompo una magia boliviana que no comprendo en la que una atropellada y un linchado suman dos muertos y eso parece ser el devenir deseable de los acontecimientos, en lugar de sacar a la chica de abajo del auto y tratar de salvarla, que es lo que dicta la ciencia positivista, la lógica aristotélica, el derecho romano y todas las diosas de Occidente. Mi objetivo es cero muertos, pero parece que la adrenalina del linchamiento es más atractiva que un saldo O.K. Soy invisible, pero grito que soy socorrista (mentira, solo estudié dos años de Medicina y tengo un carnet pedorro que dice que sé hacer RCP), grito que soy socorrista y que voy a dirigir la operación. Solo me escucha Jésica, desde el asfalto, patidifusa, y yo a ella. Sus gritos de huesos quebrados son la banda de sonido perfecta para la escena dos metros más arriba. Le grito a Jimmy, que está atónito como en los dibujitos, que arranque el cartel de madera que dice “ALMUERZO” en letras gigantes, que necesitamos usarlo de camilla. Casi sola, subo a Jésica a la madera. A un metro, el gran poder hace aparecer de abajo de la tierra una camionetita destartalada desde la que un brazo moreno me agita para que me acerque. “¡A la salita!”, clama. Y yo obligo al gringo a que deje de lado sus resquemores legales y toque la escena del atropello, a la víctima mujer y marrón y sudaka, que se involucre al menos con esos dos bracitos que le cuelgan. La subimos atrás. Las puertas no cierran, obvio. Antes de que podamos gestionar un acompañante, se alejan en un vaivén que debe estar provocando un dolor tan ruidoso como ese traqueteo metálico. Llego a acariciar un pie descalzo de Jésica que se asoma ya en movimiento y le deseo que esté bien, que qué picardía morirse, que se agarre con los brazos, intactos, del interior de esa camioneta. 

Vuelvo al desayuno. Sorbo y sorbo el mate tibio y pienso qué otras aventuras me traerá Bolivia. 

*

Diez años después, es Año Nuevo en Traslasierra. Bolivia me trajo una hermana que se llamaba Ruth y ahora se convirtió en un hermano, que se llama Ru. Bolivia también me trajo, con Ru, a su cachorro, un niño salvaje y digital que pudo elegir llamarse como el lugar en que nació. Nacer en la selva te regala un nombre exótico, sin género, explotado de contrastes bajo una melenita rubia y un decir tan suave como hablaría un monito. 

Es Año Nuevo y bailamos borrachas en la plaza de San Javier. Muchas líneas de fuga nos traen a esta fiesta: hoy elegimos vivir acá, pero hemos habitado a destiempo esa misma bolsa de ser sudakas entre los gringos, hemos habitado a destiempo los barrios porteños de la periferia, hemos cruzado el país cuando una vez mi auto y yo les esperamos a metritos de Bolivia. Nos encontramos en las coordenadas exactas entre el hacer editorial, la crianza, las artes y el viejo y peludo vicio de cuestionarlo todo. Ch’allamos los autos y los nombramos Bebulín y Elvis, inspirades en el nombre chistoso de la abuela Peluche. Nos chultimos en el arroyo, nos sostenemos el llanto una vez al mes, sobre todo cuando hay frío. Nos hacemos una escena de odiarnos un ratito, para que el reencuentro sea delicioso como un api con pastel. Aprendimos que las pocas veces que algo es perfectamente perfecto, podemos decir “perfe parripollo”, porque somos hablantes nativxs de nuestro propio sincretismo pastiche. Con su estilo masculino sin bolitas pero tan cosmobolita, salvaje y digital como el cachorro, pero más desobediente, mi amigo Ru me muestra cómo se hace para habitar un mundo en el que a veces, solo respirar es un desafío, donde hay que subir y bajar, donde la planicie de los territorios físicos, culturales y espirituales es una ilusión. El Altiplano es la metáfora de nuestros días. 

Cuentan que cuando empezó la Segunda Guerra Mundial y muchos países de Latinoamérica fingían demencia, Bolivia dijo que sí, y abrió sus puertas a miles de personas que, si Bolivia hubiera dicho que no, hubieran muerto en el Holocausto. Entre el abrigo que Bolivia les brindó, les regaló unas haciendas en Coroico, donde los inmigrantes podían generar sus alimentos y, con ello, trabajo y estabilidad. En Coroico vivió mi amigo, en Coroico nació el cachorro, un día de Año Nuevo. Y después, la migración. Al otro lado de todos los valles esperaba esta mora judía de bisabuelo brasileño y apellido ruso-alemán, en nombre de tantos más, para decir gracias, Bolivia, por el cobijo.

Ph: Ru Guzmán @lad3sobediencia

En la Feria de la Alasita podés regatear hasta el ahogo unas miniaturas de cositas de las que después tenés que cuidar para que se te conviertan en realidad: billetitos, gallitos y gallinas para quien busca pareja, pequeños periódicos, casitas, alcancías, vestiditos. Le agradezco al dios Ekeko que quizás aquel día que ayudé a que Jésica llegara al hospital sobre un cartel de madera, en mi paso fugaz por la tierra boliviana, me deslizó (sin regatear) un pequeño Ru en el bolsillo.

El fanzine comienza con un texto delicioso del autor. Va un fragmento: 

Che, pará… Bolivia, ¿existe?

Sí, existe y es monstruosa.

Cada vez que un grupo de bolivianes se juntan a organizar una fiesta para alguna virgen —la de Urkupiña o la de Copacabana, por ejemplo—, la cosa se descontrola. (…) La prioridad es olvidarse un poco de quiénes somos.

Por un día se puede estar orgulloso de ser boliviane. En la fiesta, entregado a la música y a los olores, surge un nacionalismo domesticado y nostálgico que nos proporciona el folclore nacional. En ese momento a Bolivia le crece la panza, le salen otros ojos, se le alargan las piernitas y su mapa se transforma: hay fiesta en Argentina, en España, en los estados jodidos.

(…) El encanto de los diablos y los caporales saltando por las calles opera como fuente de atracción para todes les que nos fuimos sin importar nuestra clase social. Surge la fiesta como método de aparición, para decir: existimos y gozamos. 

(…) Una vez al año, en algunos territorios del planeta, el mapa de los geógrafos se quiebra y a Bolivia le nacen nuevas sucursales.