Quienes violentan y quienes cuidan
De Fuenteallba a Darío y Maxi. Una geneología del cuidado. Una reflexión sobre la movilización popular en tiempos de rebeldía con causa.

Por Laura Salomé Canteros, Camila Parodi y Nadia Fink | Fotos: Lizbeth Hernández, Mariano Dalaison y Pepe Mateos Para Marcha Noticias
En cada crisis, en cada represión, en cada escenario de injusticia, la pregunta es la misma: ¿quiénes nos cuidan? Y, al mismo tiempo, ¿quiénes son los que ejercen la violencia?
Nos quieren hacer creer que la violencia está del lado de quienes protestan, de quienes cortan una calle, de quienes cubren sus rostros, de quienes llevan una bandera de su club. Pero los hechos muestran otra cosa: la violencia es estatal. El cuidado es popular.
El miércoles, en la Plaza Congreso, lo vimos con brutal claridad. La represión feroz desatada contra jubiladas y jubilados que se movilizan contra el ajuste se convirtió en una cacería indiscriminada. Pero no estaban solos ni solas. Hinchas de distintos clubes de fútbol llegaron para sostener la lucha, para gritar junto a ellas y ellos que una jubilación de 290 mil no alcanza para vivir. Antes de que la marcha pudiera siquiera consolidarse, la policía arremetió con gases, palos y balas de goma.
En medio de ese humo, en medio de la brutalidad, hubo quienes se quedaron, quienes pusieron el cuerpo para resistir y cuidar. Son los conocidos de siempre.
Nos repiten que los encapuchados son los violentos, que los piqueteros generan caos, que las hinchadas son el problema. Pero quienes estaban reprimiendo no eran ellos. Eran las fuerzas federales que responden al Ministerio de Seguridad que dirige Patricia Bullrich. Eran las mismas que en cada movilización cargan contra el pueblo, las mismas que golpearon a una mujer de 87 años y la dejaron tirada, las mismas que dejaron en coma a un fotógrafo con una granada de gas lacrimógeno.
Es urgente disputar la narrativa. Porque la violencia no está de este lado. Porque quienes cuidan son les que ponen el cuerpo.

Genealogía del cuidado: de Fuentealba a Darío y Maxi
Pablo Grillo hoy podría estar muerto, aunque su pronóstico continúa incierto. Le dispararon una granada de gas lacrimógeno en la cabeza, como a Carlos Fuentealba en 2007. Pero sobrevivió porque alguien corrió a auxiliarlo en los primeros segundos. Un encapuchado lo sacó de la línea de fuego, lo estabilizó, sostuvo su cabeza y acompañó hasta que pudiera recibir atención médica en el hospital Ramos Mejía.
Lo registró Pepe Mateos, el mismo fotógrafo que en 2002 capturó la imagen de Darío Santillán quedándose junto a Maximiliano Kosteki, en plena masacre de Avellaneda. La policía los cazaba; Darío no huyó. Se quedó para intentar salvar a Maxi y lo mataron por eso.
Sus manos intentando parar las balas son íconos de toda una generación militante.
Nos repiten que los encapuchados son violentos, pero en los momentos críticos son quienes ponen el cuerpo. Nos dijeron por más de tres décadas que los movimientos piqueteros eran el problema, cuando fueron y son quienes organizan la resistencia contra el hambre y la miseria. Nos quieren convencer de que las hinchadas son el enemigo, cuando son quienes estuvieron ahí el miércoles, defendiendo a las y los jubilados, enfrentando la represión.
La policía dispara. La calle cuida.

Así en la plaza como en el tablón
Imaginemos que María Elena Walsh nos susurra al oído una canción: “Vamos a ver cómo es el reino del revés”, mientras volvemos a ver, en un loop obsesivo, las imágenes de la represión de ayer. Ahora dejemos de imaginar, porque ya estamos ahí.
La jornada de protesta prometía ser masiva. La convocatoria de hinchas, que comenzó con Chacarita el miércoles pasado, creció con fuerza. La presencia de distintos clubes anunciaba una foto histórica: hinchas de equipos rivales, juntos, defendiendo a las jubiladas y los jubilados. Pero el gobierno decidió que esa imagen no debía existir. Como tantas veces en la historia, el operativo represivo fue preventivo: romper, pegar y dispersar antes de que la protesta se consolidara.
Con la tragedia de Bahía Blanca aún resonando y la solidaridad de todo el país volcada en las calles, se hubiera pensado que el gobierno evitaría otro escándalo generado motu proprio. Pero adictos a la atención eligieron la represión. Y, con la complicidad de las empresas de comunicación, instalaron un escenario de combate contra un enemigo fabricado: “los barrabravas”.
Argentina es un país donde el fútbol mueve multitudes, donde las hinchadas son comunidades enteras. Es cierto que las barras bravas se vinculan con los poderes políticos y policiales, que controlan negocios turbios y que, incluso, han sido infiltradas por el narcotráfico. Pero la hincha y el hincha son otra cosa.
Y de eso se pobló la plaza y las inmediaciones del Congreso ayer: de amor a la camiseta, de deseo de comunidad y de tolerancia. Pero también de quienes saben, desde siempre, lo que es la represión. Porque la violencia policial en el fútbol no es nueva. Desde la “maldita policía” de los 90, que armaba cordones montados para bastonear al azar, hasta el asesinato de hinchas en las tribunas mientras inventaban junto a sus socios políticos un enfrentamiento entre equipos.
Hoy, con el público visitante prohibido, la represión sigue en los estadios, contra hinchas y familias que solo quieren ver un partido. Por eso, ¿cómo no iban a estar en la plaza defendiendo a las jubiladas y jubilados si conocen en carne propia la violencia policial?
Las genealogías de resistencia y solidaridad se entretejieron ayer. Cantaron y se abrazaron más allá de sus camisetas solo un rato. Hasta que todo fue humo, gas pimienta y cacería despiadada.

¿Y si las capuchas fueran feministas?
Las capuchas tienen una historia. Nos quieren hacer creer que son sinónimo de delito, de caos, de peligro. Pero, en realidad, son símbolo de resistencia y protección.
Encapuchadas fueron las que resistieron al terrorismo de Estado, en la clandestinidad, en las brigadas internacionalistas. Encapuchadas fueron las trabajadoras que tuvieron que ocultarse para no ser despedidas por sus ideas políticas. Encapuchadas fueron las Madres y Abuelas que se cubrían para seguir buscando a sus hijxs sin ser identificadas.
Encapuchadas son las que sostienen los cordones de autocuidado en las marchas feministas, las que organizan la seguridad en las manifestaciones, las que enfrentan la represión protegiendo a otras. Las que trascienden fronteras.
Nos dicen que la capucha es violencia, pero el miércoles, como tantas veces, la capucha fue cuidado.
Lo que pasó en la Plaza Congreso no fue un hecho aislado. Es parte de una historia más grande, de una disputa por el sentido de la violencia y el sentido del cuidado. Quedó claro: quienes luchan son quienes sostienen la vida.
Que en este país, la policía nos mata y la calle nos salva.