Pensamiento Crítico

24 de marzo: memoria, resistencia y deseo de revolución

Contrataque. La masiva movilización mostró que hay ciertos valores que resisten y el encuentro causó la alegre rebeldía de sabernos en pie, vivos y honrando nuestros muertos.

Por Mariano Pacheco

Hablar del Golpe de Estado de 1976 implica, por lo menos, abordar tres cuestiones.

En primer lugar, resulta fundamental subrayar el verdadero “Proceso de Reorganización Nacional” que la dictadura (el Partido Militar de las clases dominantes argentinas) llevó adelante a través del terror (basta tan sólo leer los trabajos de Eduardo Basualdo sobre la deuda externa y su “estatización” para dar cuenta de tamaña estafa). Las consecuencias económicas y sociales de dicha reestructuración capitalista sumergen a la Argentina en una dinámica de la cual, cincuenta años después, aún no nos hemos podido librar (más allá de algunas idas y vueltas, sobre todo de los años progresistas de gobiernos kirchneristas).

En segundo lugar, es importante destacar que el carácter terrorista del Estado en aquellos años (el Estado terrorista argentino, como tan bien Eduardo Luis Duhalde –el bueno”– tituló a un temprano libro suyo sobre el tema) no afecta solamente a quienes fueron secuestrados-torturados- desaparecidos, y a sus familias (puesto que no hay “cuerpo” de los asesinados para despedir/enterrar –o cremar luego de una ceremonia–), sino a la sociedad entera, que queda presa de esa dinámica que, en su libro Poder y desaparición, Pilar Calveiro caracteriza como concentracionaria (miedo introyectado que recién el 20 de diciembre de 2001 se logra quebrar).

En tercer lugar –y es en esto en lo que me quiero concentrar en este breve texto–, la resistencia antidictatorial es sostenida, plural y pujante desde el mismo 24 de marzo de 1976, y desde 1983 a hoy ha persistido una memoria que ha sido fundamental en los años de posdictadura, pero que sólo por momentos ha logrado enlazarse nuevamente con un deseo de revolución (marca distintiva de la generación militante de los 60-70). 

Un campo de batallas

El filósofo Federico Nietzsche supo decir que, para efectivizar una eficaz “crítica de las épocas pretéritas”, resultaba fundamental asumir que necesitamos de la historia de una manera distinta de como la necesita “el refinado ocioso que se pasea por el jardín del saber, aunque él mire con condescendencia nuestras groseras y torpes necesidades y miserias”. Porque a diferencia de él –o ella– nosotres necesitamos la historia para la vida y para la acción. 

Rememorar un nuevo aniversario del 24 de marzo de 1976, en medio de esta ofensiva que lleva adelante la derecha en nuestro país (aunque no sólo en la Argentina) requiere, entonces, situar ese campo de batallas que es la memoria (como se ha repetido tantas veces), en esta coyuntura específica, que ya no es la que está signada por las políticas progresistas de Estado respecto de los Derechos Humanos violados durante los años de la última dictadura cívico-militar (como lo fue durante la “década ganada”), pero tampoco (como lo fue durante las décadas del ochenta y noventa), de resistencia frente al paradigma de la “Teoría de los Dos Demonios”. 

Como bien subraya Graciela Daleo (militante setentista sobreviviente de la ESMA) en una conversación que mantuvimos en los estudios de A.M 830 Radio del Pueblo de Buenos Aires hace algunas semanas, La Libertad Avanza pretende dar un paso más allá del que dieron las derechas negacionistas de antaño (paradigma del “exceso indebido” de la represión ilegal), para pasar a justificar, lisa y llanamente, el terrorismo de Estado, situando a quienes –siendo parte de la fuerzas de seguridad estatales–, secuestraron, torturaron, violaron, asesinaron, desaparecieron cadáveres, robaron bebés y propiedades y ese tenebroso etcétera que aun nos cuesta escribir y pronunciar, como héroes de la patria. 

La idea del “curro de los Derechos Humanos” promovida contra los organismos durante el macrismo (que pretendía instalar una suerte de condena al devenir kirchnerista de muchas experiencias, pero reconociendo su “tarea noble” en el pasado), se radicaliza ahora desconociendo incluso la legitimidad (nacional e internacional) de la lucha por “Memoria, Verdad y Justicia”, contra la impunidad, el olvido y el silencio sostenida por décadas. 

Frente a esta avanzada, que pretende reducir la rica experiencia militante de los años setenta (sindical, estudiantil, barrial, cultural, guerrillera) a la figura de “terrorismo” y a quienes reclamaron luego frente al efectivo terrorismo de Estado a la figura de “defensores de terroristas”, no hay lugar para recular y retornar a ese despolitizador lugar de víctima al que se apeló en determinado momento, en esa búsqueda por ampliar los consensos sociales y conquistar avances jurídicos para el enjuiciamiento y la condena de los responsables de la masacre. 

Víctimas no, militantes

“La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento… La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece… No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido”, sostiene Daniele Giglioli en su libro Crítica de la víctima

Durante mucho tiempo circuló en nuestro país el mito de que, en el período de la dictadura, te “podían llevar” (secuestrar) porque tu nombre y número de teléfono “figuraba en una agenda”, o porque pudiste estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y si bien puede ser que exista algún o algunos casos, lo cierto es que las Fuerzas Armadas (como tan claro queda leyendo los textos de la inteligencia montonera de 1976 luego conocidos como los “Papeles de Walsh”) tenían un “Plan de Guerra” (Contrainsurgente), un sofisticado sistema de infiltraciones en las organizaciones revolucionarias y de inteligencia frente a un movimiento popular que, durante años (por lo menos desde el Cordobazo de Mayo de 1969 en adelante), se había lanzado a la ofensiva. 

La historia de la Argentina previa al Golpe del 24 de marzo de 1976 (por lo menos desde el derrocamiento del peronismo en 1955, pero incluso antes, sobre todo con las corrientes anarquistas) contaba con una rica experiencia de luchas obreras y populares que habían sido duramente reprimidas (con matanzas como las de Buenos Aires en 1919 y las de la Patagonia en 1921), con fusilamientos como los de José León Suárez en 1956 (e incluso antes, en 1955, con bombardeos de aviones militares a espacios públicos como la Plaza de Mayo), con desapariciones como las del obrero metalúrgico Felipe Vallese en 1962, con fusilamientos como los de Trelew en 1972… (no menciono en la enumeración la “Masacre de Ezeiza”, de 1973, sólo por su complejidad “para-estatal”). 

En ningún momento, en ese largo periplo, hubo algo así como un regodeo en la posición de víctima. Más bien, todo lo contrario: surgieron experiencias de autodefensa e incluso de ofensiva para contrarrestar esos golpes criminales. Desde el accionar “individual” de los anarquistas de la década del veinte al surgimiento de los comandos de la resistencia en los cincuenta y luego (entre fines de los cincuenta y fines de los sesenta), de las guerrillas, tanto peronista como guevaristas (Uturuncos; Fuerzas Armadas Peronistas; Ejército Guerrillero del Pueblo), que aparecieron bastante tiempos antes de que proliferaran las organizaciones armadas de la década del setenta (Ejército Revolucionario del Pueblo y Montoneros como las más grandes y visibles), combatidas ferozmente, junto al resto de organizaciones no armadas, por la Alianza Anticomunista Argentina (desde 1974) y el propio Ejército (1975) tras la firma del decreto de Isabel Perón que habilitaba “aniquilar a la guerrilla” con el operativo Independencia desplegado en Tucumán, índice de que el terrorismo de estado comenzó en el país mucho antes de 1976. 

En todo ese proceso, no hubo lugar para ningún tipo de posición de víctima. Incluso la mayoría de los responsables de muchos asesinatos de militantes y sectores populares fueron “ajusticiados”, apelando a la idea de “Justicia Popular”. 

Sin ir más lejos, durante la propia dictadura última, junto a la novedosa aparición de las Madres de Plaza de Mayo (y todo el movimiento que ellas fundan, al que luego se le suman las Abuelas y los HIJOS), se sostiene toda una resistencia obrera y guerrillera, desde el propio 24 de marzo. La oposición obrera a la dictadura, temprano libro de Pablo Pozzi, no hace más que respaldar con numerosos datos toda esa lucha proletaria que se libra dentro y fuera de los lugares de trabajo, con paros parciales, sabotajes, “trabajos a tristeza”, movilizaciones locales, que fueron teniendo sus picos y reflujos pero que fueron asimismo “calentado motores” previos a la primera gran huelga antidictatorial de 1979. 

Las organizaciones armadas, por su parte –y a pesar de los duros golpes asestados por la represión–, intentaron contribuir con lo suyo al desgaste de la dictadura: ya diezmado, el ERP –brazo militar del Partido Revolucionario de los Trabajadores– atentó de todos modos contra el presidente Jorge Rafael Videla, que salvó su vida literalmente de milagro, junto con el ministro de Economía Alfredo Martínez de Hoz, que se encontraba a su lado. Montoneros, que replegó gran parte de su fuerza al exterior del país para reagruparse y realizar campañas de denuncia internacional, sostuvo de manera permanente acciones contra las Fuerzas Armadas, incrementadas durante 1979 y 1980 con la famosa Contraofensiva, con Tropas Especiales de Agitación (TEA) y Tropas Especiales de Infantería (TEI) que buscaban acompañar con propaganda armada los emergentes conflictos sociales y sindicales, e incluso golpear al “equipo económico de la dictadura” y a sectores del empresariado cómplices y beneficiarios del terrorismo de Estado. Ambas organizaciones, además, contribuyeron con militancia, recursos y saberes acumulados al proceso revolucionario, como el de Medio oriente, y principalmente el centroamericano, con epicentro en Nicaragua, donde el Frente Sandinista de Liberación Nacional logra triunfar en 1979 (el ERP, incluso, logra “ajusticiar” al dictador nicaragüense Anastasio Somoza en Paraguay, en 1980). 

El deseo de revolución

“Narrar es resistir”, proclama el escritor chileno Luis Sepúlveda, retomando versos del poeta brasileño Guimarães Rosa, ya que escribir puede ser también “hacer de la vida un método de resistencia contra el olvido”. Por eso, en su libro de relatos titulado Historias marginales, retoma aquella certeza que sostiene que “la palabra escrita es el mayor e invulnerable de los refugios, porque sus piedras están unidas por la argamasa de la memoria”.

Aquí, esa memoria, está ligada estrechamente a urgencias del presente, a la indagación de aquella ausencia que no es la de los cuerpos secuestrados- torturados- asesinados sino el de sus vidas militantes, el de sus apuestas político-existenciales por la revolución. 

La ideología victimista del ¡Nunca más! se ha prestado a numerosas confusiones durante todas estas décadas, ya que no pone el eje en lo que como pueblo hicimos para dejar de ser eso que habían hecho de nosotros, sino en lo que nos hicieron: la represión, la brutalidad, la muerte. 

Como hemos sostenido en otras oportunidades, el hecho de que los militares hayan usado la palabra “guerra” para justificar una matanza, no quita que el movimiento popular argentino, en un determinado momento de la lucha de clases, no haya apostado por una estrategia de confrontación abierta con el sistema dominante, y eso –en la jerga setentista– se llamó por muchos sectores como “Guerra Popular y Prolongada”, apelando a toda una semántica de época, que incluía a gran parte de la humanidad, en franjas extensísimas del globo terráqueo. 

“Hubo una guerra, aunque también haya sido una matanza”, sostiene el psicoanalista argentino Jorge Jinkis en su libro Violencias de la memoria, donde aclara que, reconocerlo, no empareja “bandos”. Y agrega: “¿No hay algo de los vencidos, de su identidad singular y contradictoria, que se pierde al esquivar esa palabra?”. Porque el “Nunca más”, tal como ha queda planteado, implica un pronunciamiento frente al “Terrorismo de Estado”, pero también, al deseo revolucionario. Así, la fórmula “recordar para no repetir” –como señala Eduardo Grüner en el prólogo al libro de Jinkis–, esa fórmula puede ser también –y, sobre todo– una amenaza: “recuerden que ya sucedió una vez, no vaya a ser que les suceda de nuevo”.

A 40 años del Juicio a las Juntas y tras el largo recorrido sostenido contra las leyes alfonsinistas de “Punto Final” y “Obediencia debida” y los “Indultos” menemistas (y contra el intento del 2 x 1 macrista), se impone hoy sostener con firmeza un paradigma de reivindicación militante de quienes, con o sin armas en la mano, apostaron por protagonizar un proceso revolucionario en Argentina.