Ya morí: Juanse y su resurrección, el ocaso de los ídolos
El envejecimiento del rock interpela por igual a ídolos de piedra y a discursos. Diversas son las estrategias ante realidades que superan el propio entendimiento. Las elecciones condenan y sellan los destinos. Queda ver hacia dónde conduce cada camino.
Por Mauro Petrillo(*)
El gran chasco
22 de octubre de 1844. Esa fecha, precisa, radiante y entusiasta fue la que estableció, luego de una serie de estudios “científicos” de las escrituras, el predicador bautista William Miller como la del advenimiento del juicio final. Alborotada y fascinada la comunidad esperó en vano. Sin embargo, más allá de la frustración evidente, el movimiento adventista empezó a tomar forma a partir de ese fracaso. La segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo estaba cada vez más cerca. Como quien separa maleza de buena cosecha, los humanos, la gran mayoría corrompidos en sus hábitos, serían clasificados entre quienes se sentarían en la mesa del Señor por toda la eternidad y quienes serían destinados a los ardientes fuegos del infierno. El vínculo cercano y directo con las escrituras que pregonaba el protestantismo sumado a la necesidad imperiosa de confirmar que el camino elegido era el correcto comenzó a generar un sinfín de profetas modernos que dieron forma a la explosión más grande de vertientes dentro del cristianismo desde la reforma. Todo aquel que quisiera, que sintiera, que vivenciara una experiencia mística merecía tener lugar en el panteón de los iluminados.
Ceremonia en el hall
160 años más tarde, mientras los buitres de la decadencia, el ocaso y el olvido merodeaban sobre su cabeza Juan Sebastián Gutiérrez vio dibujarse en el piso de mármol rojo de su living la figura protectora y salvadora de Jesucristo. La vista nublada por las lágrimas de quien supo ser como nadie referente rockero; de rodillas, implorando redención mientras sentía como un gran cubo de agua lo atravesaba por completo. Las gafas negras y la chaqueta de cuero la imaginamos para dotar a la escena de ribetes teatrales aún más encantadores.
La idea del líder de los Ratones Paranoicos convertido en fervoroso devoto cristiano puede parecer extraña y contradictoria, sobretodo dentro de los cánones típicos del imaginario del rock donde la figura de Satanás, plagada de excesos, vicios y pecados, encarna y encarnó siempre el ideal decadente de una vida licenciosa, en oposición a la virtud y el control que pregonan los fieles a Dios. El descontrol, los desenfrenos y, sobre todo, el disfrute terrenal fueron las cartas con las que a lo largo de la historia el Diablo encolumnó seguidores en una contracultura pletórica de goce y virtud que encuentra su mayor exponente en la figura del rocker. Aquel que deambuló su vida por sobre los carriles del exceso, de la lujuria, de los vicios en general; convertido, redimido, salvado. Aquello que moviliza muta y aquello que muta moviliza. Lo que interpela rota, como el cosmos, hacía lugares posibles, estimados, anhelados. Incluso en el fulgor intenso del reviente como norma. Pero los caminos de la iluminación llevan siempre la redención como leitmotiv. Los tropiezos, los pecados son ineludibles para navegar los destinos manifiestos de los iluminados. El rescate como figura simbólica.
Es este un fulgor apasionado, fanático y mutante. Quien construyó su imperio a partir de la idolatría copypasteada de sus majestades satánicas, cambia radicalmente de guía y se aferra a Jesús.
Yo quiero ser un héroe
El tótem del rock prototípico derrumbándose. El rockero como demonio lujurioso, iluminado, sucio y desprolijo; drogas, mujeres, alcohol, vicios y fechorías. Este paradigma nefasto y pestilente tuvo se apogeo hace algunas décadas, pero en los últimos años se fue demoliendo lenta y certeramente.
Se establecen a partir de esto intentos, no siempre felices, para perdurar, permanecer y trascender. Los otrora machitos rockeros intentan rescatarse de las formas más diversas y espantosas. Muchas veces llegando al patetismo propio de ejecutar diversas acciones desfigurando las supuestas convicciones pregonadas antaño. Aquellos que supieron desafiar a las monarquías se arrodillan a sus pies y son nombrados caballeros o, en un giro aún más nauseabundo, cultores del DIY y del anticapitalismo en sus años mozos promocionan sonrientes sus tarjetas de crédito. Y muchos de los coterráneos apenas evitan la vergüenza: Cantautores progresistas viviendo en torres de lujo y compartiendo reuniones de consorcio con magnates de los medios; genios indiscutibles de la primera hora compartiendo living con divas decadentes y fascistas; agitadores de barro en pijamas declamando que algunas mujeres necesitan ser violadas; muñequitos alternativos y altaneros violadores de menores; onomatopéyicos agitadores adolescentes vinculando socarronamente tareas de la casa con mujeres; coquetos transgresores con acento europeo vomitando un refrescado “nadie menos” mientras esnifa sangre de toro.
Quizás el problema radique en el intento desesperado por seguir posicionado en la vanguardia. Aferrarse, ahí radica el patetismo. El rock, sus machitos falocéntricos en realidad, siempre fue esto; hoy los desespera y angustia ver como sus lugares de privilegio se empantanan y fermentan.
Juanse encarna el vívido reflejo de quien ya no es y no lo sabe. El deseo nace del derrumbe. Su imperio se desvanece y queda solo frente a sus fantasmas. Los senderos transitados se van cerrando al frente y a sus espaldas y el andar se vuelve cansino y padeciente. Queda entonces alzar la vista, mirar al cielo e implorar.
(*) Integrante del Seminario Permanente de Estudios sobre Rock Argentino Contemporáneo.