El parricidio es un sueño eterno
Una crítica a la película La barbarie, de Andrew Sala.
Por Lea Ross
Siempre es un tema cuando el cine argentino con arraigue urbano pretende traspasar el arado. Siendo un país como el nuestro, en donde más del noventa por ciento de su población habita en ciudades, la perspectiva de toda naturaleza narrativa y audiovisual subraya, de manera involuntaria, la brecha geográfica que atraviesa a toda la población. El título de la segunda película de Andrew Sala, La barbarie, es un recurso literario y de ironía metalinguística que remite aquel planteo sarmientiniano difícil de deconstruir, incluso para quienes proclaman polemizar con el mismo.
En gran parte de la hora y media, la cámara va por detrás de su protagonista, un joven rubio llamado Nacho que se escapa de su casa de Recoleta, por razones desconocidas, y se acobija en la casona de su padre, un patrón de estancia interpretado por el siempre convincente Marcelo Subiotto. En ese ámbito es donde Nacho se aferra para no volver a su ámbito maternal. Inmutado, atento y pasivo, observa el trabajo del peonaje, manteniendo el cuidado de las cabezas de ganado para ser rematadas en un evento próximo, donde se espera ganar una fortuna.
En distintos momentos, habrá tensiones de clase, de género, de generación, de familia, etc. En una misma escena, el padre le muestra un cuadro de un descendiente de ambos que participó de la campaña del desierto; inmediatamente después, ordena salir a masacrar una manada de perros que se están esparciendo por el campo. Hay una insistencia en mostrar los distintos maltratos animales por distintos planos: castraciones, cachorros metidos en una bolsa, petardos atados a sapos, una vaca con una bolsa en la cabeza, etc.; como si fuese una suerte de traslado antiespecista como continuación del costo humano que implicó el ascenso de la oligarquía.
Incluso, cuando la presencia humana tiene más peso en grandes planos con espacios abiertos, se opta por un gran angular, modificando una perspectiva que habilita una estetización en sintonía con ciertas posiciones de cámara que van por fuera de la mirada humana, como ocurre durante un primer encuentro de tensión entre Nacho y un joven peón que cava un pozo. Un tercer elemento es la presencia de una banda sonora, en los últimos minutos del filme, para reforzar el mayor pico de suspenso, que ocurre en el interior de un automóvil, que emula casi a una cruenta escena de terror.
Esa barbarie que expone Andrew, del cual se podría pensarlo como una autobiografía ficcionalizada, es un escenario donde la violencia, como ordenador social y de marcación jerárquica, pretende ser agudizado mediante los mencionados recursos estilísticos como denuncia, pero que en realidad opta por caer en el conformismo de esa brecha que se ha mencionado. Su eficacia fotográfica genera una comodidad a distancia. Un refugio impresionista donde no hay salida para esta nación parida. Lo inmoral inmoviliza el acto político, y el arte se maniquea para gozar de ese salvajismo. Por eso, el parricidio es un sueño eterno.