Genealogía del bien y el mal: Acerca de las nominadas al Oscar 2020
Por Lea Ross
Las nueve películas, que disputan el máximo galardón de la Academia, coinciden en una revisión sobre las raíces de un planteo dicotómico milenario y universal.
En una escena de la última película de Quentin Tarantino, Había una vez… en Hollywood, el productor cinematográfico Marvin Schwarz (interpretado por Al Pacino) le pregunta al galán de cine y televisión Rick Dalton (Leo DiCaprio) si no ha notado que sus últimos trabajos han sido papeles de villanos de turno en distintos seriales. No solo eso, sino que incluso, en algunas de ellas, los capítulos terminan con una pelea final donde, obviamente al ser “el malo”, termina derrotado. Así, le plantea que eso es una señal de su decadencia como actor estelar, porque a partir de tantos años de ser el arquetipo del héroe americano indomable en las pantallas (sean en westerns, policiales o cazando nazis), la programación televisiva exige ahora verlo recibir una tunda por parte de los nuevos actores en ascenso. “Entonces, Rick… ¿con quiénes vas a perder en tu próxima pelea? ¿Batman y Robin?”, le señala irónicamente Schwarz.
El diálogo, típicamente tarantinezco, sintetiza quizás un punto en común con las nueve nominadas al Oscar de éste año: un impulso a polemizar sobre la gnoseología misma del bien y el mal. De ahí la polémica que se desató con la comedia Jojo Rabbit, también nominada al Oscar, al crear un Adolf Hitler simpático, que en realidad es un amigo imaginario de un niño alemán en plena guerra. Lo que la película comienza con una excelente secuencia didáctica sobre la figura del Reich como reverencia fanática de la juventud, el director y comediante Taika Waititi termina cediendo ante la moralidad para que su personaje, al igual que Rick Dalton, reciba su merecido. Un desperdicio sobre un filme que podía otorgar más que eso.
Sobre otro referente del Mal, la recordada escena “parricida” del Guasón, el villano más popular de los comics le recrimina en la cara a su admirador e influyente presentador televisivo, encarnado por Robert de Niro, de ser un árbitro del sentido común al ser el que le determina a la audiencia (y, por ende, a la sociedad) aquello que está a un lado o del otro del humor legitimado. “La comedia es subjetiva, Murray”, le recrimina. El final de la película, sobre el origen de Batman, es una vuelta de tuerca que nos acerca a Parásitos, el primer filme surcoreano nominado al máximo galardón, a partir de un acto de violencia que firma la oscilación de roles sobre qué familia parasita a la otra. La dialéctica del amo y el esclavo, presente en estas dos películas, tiene su base en la lucha de clases.
En El irlandés, como en todo universo de Scorsese (incluyendo la del Guasón), los héroes nunca llegan. La figura de Jimmy Hoffa (nuevamente Al Pacino) es expuesto como un inescrupuloso, criminal y especulador. Pero los rasgos humanistas otorgan ese lado universal que relatan las historias del director de Taxi Driver. Tanto la confianza que le otorga la niña a Hoffa, en detrimento al personaje de Joe Pesci, y la amistad cuasi matrimonial con el protagonista Frank Seeran (nuevamente De Niro) conforman un relato barroco sobre la amistad masculina, donde a diferencia de otras películas del director, la traición no es un camino aceptado.
Pero a diferencia de esas criaturas scorsesianas, donde la diferencia de patrias entre italianos e irlandeses no quiebran sus mutuos aprecios, el reduccionismo humanista es característico de las películas de guerra para resaltar su chauvinismo. Y la última Sam Mendes, 1917, no es ajena a la misma. El uso de plano secuencias está más que justificada en su afán aventurero. Pero eso no actualiza sus tópicos arcaicos, donde los alemanes son siniestros cobardes dispuestos a apuñalar a cualquier que pretenda socorrerlos, o que las francesas son indefensas que proclaman ayuda a los ingleses. En tiempos de patriotismos reaccionarios, y de un Brexit concretado, el aislamiento británico parece estar presente en la cinematografía contemporánea.
Lo contrario ocurre, sorpresivamente, en Contra lo imposible, película que reconstruye el inédito triunfo que tuvo la empresa estadounidense Ford en la carrera de autos Le Mans, derrotando a los invictos italianos de la corporación Ferrari en 1966. En el cierre de susodicha carrera, la cámara se posiciona del lado del conductor Ken Miles (interpretado por el ex-Batman Christian Bale) que observa a su patrón Henry Ford II dándole la espalda, como si fuese un acto de traición. Por el contrario, al llevar su mirada arriba, ve a Gino Ferrari, tomando su sombrero como reverencia. Un verdadero giro de perspectiva, lejano al fervor pro-yanqui, que se acerca más al Guasón y Parásitos que a 1917. (Y muy alejado de otra película de carreras, casi respondiéndole, como es Rush: pasión y gloria, al ser el mismo una apología a la competencia egoísta por fuera de la cooperación colectiva).
Finalmente, los conflictos que giran alrededor de la crisis del matrimonio como institución son quizás relatos que más logren difuminar los roles del héroe y villano. Así lo logra Historia de un matrimonio, mediante el equilibrado choque de perspectivas entre Charlie (Adam Driver) y Nicole (Scarlett Johansson), aun utilizando los más variados recursos gramaticales (flashbacks, movimiento de cámara, extensos planos, montaje de plano/contraplano, etc.).
Mientras que la nueva versión de Mujercitas, la menos lograda de las nueve, es un síntoma del Me Too, donde la cuestión de la desigualdad de género pretende resolverse a un mero cupo. El final del mismo, donde la (ex)escéptica Jo negocia con quien le publicará su novela, resalta la redención de la propia escritora a aceptar lo que exige el mercado, siempre y cuando la paga sea elevada. La literatura no parece ser un campo de disputa, como sí lo es el mercado.