El afuera está en nosotrxs
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Una reseña sobre la serie Diciembre 2001, como advertencia de quiénes leen nuestro presente.
Por Lea Ross
Toda una discusión para el chauvinismo: las plataformas extranjeras son las que impusieron en nuestro país la predisposición de “ficcionalizar” hechos recientes de nuestra historia. Amazon con Argentina 1985, Netflix con El amor después del amor y ahora Disney con Diciembre 2001; todos rompieron el muro que pretendía narrar lo reciente mediante una teatralidad con figuras cuyos nombres son inalienables del ahora.
A pesar que los seis breves capítulos de Diciembre 2001 insisten en que los acontecimientos representados se basan en lo redactado por Miguel Bonasso en su libro El palacio y la calle, hay más palacio que calle. El intercambio entre protagonistas de la política del cambio de milenio es el sostén de todo. Hay una osada decisión estética: el rechazo a una aferración mimética. A diferencia de la serie de Fito Páez, el contraste entre personas y personajes se subraya en el momento en que un funcionario público debe dar una conferencia por televisión, para que en una próxima escena se contemple la proyección televisiva con los archivos reales. La brecha antropológica entre Fernando de la Rúa y la caricaturización que hace un irreconocible Jean-Pierre Noher se hacen notar en esos momentos. Como si la propia serie ejerce una interacción para delinear un determinado género por fuera del registro, sea la parodia o la farsa.
Quizás con eso se justifique para abrirse a la pesca de ciertos tópicos que lo alejan de la demanda de regulación histórica y más cercanos a los cánones del streaming. Resulta notorio la personificación de Eduardo Duhalde, encasillado como un operador maquiavélico y complotador, cuya mueca le permite ser un guiño al persona de Frank Underwood en House of cards. Incluso ambos personajes, tienen a su propia “Chiche” de compañera y con el mismo palo.
La brevedad de los capítulos otorga fluidez, pero a la vez una mera pintada de escenarios para el diálogo desde adentro de las residencias gubernamentales, y no tanto para el hervor callejero, sea la resistencia piquetera o un par de represiones policiales, donde los movimientos de cámara no generan la misma claridad. Eso implica que el estancamiento económico se reduce al hecho de que el FMI no realizó a tiempo el préstamo pedido por Domingo Cavallo, por quedarse en luto por el atentado a las Torres Gemelas. La ausente “villanía” sobre la figura del dos veces ministro de economía, bajo una interpretación desaprovechada de Luis Machín, esconde toda una lectura editorial encubierta. Tanto como la ausencia de recursos literarios para el sector organizado, dividido entre un comedor impoluto y organizaciones subsumidas a un municipio. El ofrecimiento de un mazo para romper un cajero automático genera una carga de calidez de compañerismo, ejercido solo por la clase media.
Predispuesta a convertirse en una saga de series a lo Marvel, Diciembre 2001 abre una discusión más cercana al rol de las grandes industrias audiovisuales multinacionales a la hora de enfocar y encuadrar los acontecimientos vividos en nuestra democracia. Todo un síntoma que los episodios fueron dirigidos por Benjamín Ávila, de la película semiautobiográfica Infancia clandestina, y previamente uno de los principales delineadores de los criterios audiovisuales del canal estatal “nac and pop” Encuentro.