El cine se olvidó de los fascistas
A 50 años del golpe de Chile, una hipótesis de por qué el cine argentino no advirtió el ascenso de la ultraderecha.
Por Lea Ross
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¿Por qué no conocemos una película argentina reciente que advertía sobre la avanzada derechista a nivel electoral? Se puede pensar como excepción la serie El reino, con la ironía de que ahora son las plataformas internacionales que se interesan de los eventos políticos nacionales. Eso trae como costo a que aquella obra distópica de Netflix imprime una fotocopia de un comic, tipo V de Venganza, que simplifica tanto el supuesto empuje del movimiento evangélico en un país demasiado distinto al de Brasil, como una representación de la Puna, reducida a una postal turística, como si fuese financiado por la gestión de la “paloma” Gerardo Morales para advertir el vuelo de los “halcones”.
Si hay sorpresa, no hubo advertencia. Si no hubo advertencia, habría ninguneo. A eso al cine no se le quita responsabilidad.
Pensemos en las cuatro horas y media de La batalla de Chile, la épica obra de Patricio Guzmán sobre los momentos previos al Golpe de 1973, del que hoy se cumplen 50 años, y que fue montada desde el exilio apenas comenzaba la dictadura de Augusto Pinochet. Vemos algunos testimonios que parecieran ser sacados de nuestra propia coyuntura argentina. La insistencia de varios vecinos opositores de mencionar a la “Libertad”, en contra del “Socialismo” del gobierno constitucional de ese entonces, pone un freno a la oxidación de la película.
Que la voz narradora del propio Guzmán utilice ciertas bajadas de línea que no siempre comulgan con lo registrado, no le quita efecto al escabullirse en los distintos ámbitos de una Chile fragmentada, que requiere ser leído desde un caleidoscopio. Los testimonios de quienes marchan contra el gobierno tienen su mismo espacio que el de una asamblea de obreros. Como así también la tensión que se vive en una toma de tierras entre campesinos y un funcionario oficialista impotente al no poder resolver el conflicto. Es que luego de la parte 1 y 2 de La batalla de Chile, que empieza y termina con el bombardeo al Palacio de la Moneda y la muerte de Salvador Allende, la parte 3 recapitula algunos eventos pero desde la perspectiva de la construcción de poder popular, donde englobaba la desintonía de la organización desde abajo frente a la administración pública estancada.
No conforme con no ocultar las problemáticas internas de un proyecto que bregaba por una “revolución pacífica”, el filme vive en carne propia su propia osadía, al incluir el memorable plano del camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, registrando su propio asesinato durante un tiroteo militar. Un caso brutal sobre cómo un registro ejerce una premonición de lo que se venía.
Por todo eso, La batalla de Chile nos enseña y nos contrasta con nuestro presente. Un par de días antes de las PASO, el asesinato de Facundo Molares fue transmitido en vivo desde las redes sociales. Y no generó el rechazo que se esperaba, impensado en décadas atrás, e incluso justificado por el hecho de ser alguien “de izquierda”. Tal como lo plantea el pensador y cineasta Nicolás Prividera: “las imágenes ya no sirven para desmentir nada (como tampoco los argumentos sirven para desmentir las barrabasadas de varios candidatos). Aunque las imágenes quedarán al menos como testimonio cuando llegue (como ya llegó para esta muerte) el olvido. Pero para que sean algo más que un mero registro contable habría que pensarlas, que es lo que el buen cine sabe hacer (…). La pregunta es entonces qué película pensará esta época, visto que prácticamente desde entonces el cine argentino ha parecido abandonar todo retrato del presente”. O más bien: confundir presente con entorno.
Y es que acá y allá vivimos un período pos-épico, donde todo se reduce al nicho de uno, atomizado bajo el esplendor de los algoritmos, y del desconocimiento de un otro. La impotencia de una dirigencia burocrática de no saber cómo sacarse de encima el ancla de una economía financiera que aplasta la economía real, y encima anclada en una deuda con el FMI, se extiende ante la falta de osadía, en tiempos en donde la cuarentena llevó a que sean las expresiones de derecha que ocuparan las calles.
Prividera propone como excepción a la película cordobesa La hora del lobo, de Natalia Ferreyra, compuesta por los testimonios de quienes estuvieron en los ataques brutales durante los saqueos de diciembre de 2013. Allí, “–como ignota contracara de Relatos salvajes– anticipaba no sólo el macrismo sino lo que aparece hoy a cara descubierta: el fascismo que iba volviendo a crecer en las sombras”. Habría que agregar que en Córdoba, también se generó como contrapunto (y no hablo de la obra de Damián Szifrón) el cortometraje Merodeo, de Franco Restelli, contestando aquel mediometraje por poner en fuera de cuadro al rol de la policía, del cual expone su faceta opresora en este corto.
Aún con su corta duración, Merodeo es más próximo a Tiempo de revancha -el impactante thriller ficcional que esquivó la censura dictatorial- y a Juan, como si nada hubiera sucedido, que aún siendo de la década alfonsinista de los 80, termina pateando el tablero sobre cómo “filmar” la investigación periodística de un caso de desaparición. Todo en el sentido de ese afán de cometer, con la cámara, un mínimo acto de justicia, exponiendo esa verdad en código cinematográfico.
Son bocanadas de expectativa para que el cine quiebre el conformismo atomizado y se arriesgue a encarar esa sociedad que votó por el que se vayan todos, pero eligiendo la entrada de unos pocos.