CRÍTICA DE CINE

Toy Story en la búsqueda del infinito y más allá

Por Lea Ross

Frente al estreno de la cuarta entrega, el universo de los juguetes es un viaje a contracorriente de un mundo caracterizado por el descarte y la especulación.

No debe ser casual que el primer largometraje realizado enteramente mediante programas de software sea una historia sobre juguetes que tienen vida propia. Si en la era de papel, las películas de animación utilizaban su paleta insistentemente para crear animales antropomorfizados, el inicio de la animación digital en pantalla grande optó por un universo que garantizará, además de una amalgama cromática, la apreciación del costado tridimensional de sus formas. La interacción entre formas y su fondo, optimizado por una visualización más nítida de la profundidad de campo, permite tener una mayor rigurosidad de percepción espacial, como así también la noción de temporalidad. Un proceso que quizás no se lograría todavía en el interior de un bosque, entre un principado y los animales que lo habitan.

Para eso, las producciones de Disney-Pixar han construido distintas diégesis que han descentralizado las típicas geografías medievales. Los juguetes, los peces, los monstruos que salen de un placar y las emociones de la intensa mente de una niña han permitido cumplir con esos requerimientos plásticos.

En el caso de Toy Story, cuyo primer filme se estrenó en el año 1993, presenta su costado (quizás) conservador, pretendiendo ratificar los postulados de Mattelart a la hora de leer al Pato Donald: la implantación del ideal de una comunidad inalterable con el correr de los tiempos, permitiendo legitimar y garantizar una determinada forma de base material como es el capitalismo. Si en el caso de la familia del pato cascarrabias se logra reemplazando la figura de madre/madre/hijx por el tix/sobrinx, entonces esos patos no padecerían los cambios que se generan entre los convivientes de una misma casa con el paso de una generación a otra. Con los juguetes pasan lo mismo, aunque sea todo un desafío cuando aquel niño Andy pase de la infancia a la adultez. Pero paradójicamente, es al mismo tiempo una proclama encubierta de un modo de vida global, basado en el utilitarismo social y el descarte como ejercicio económico.

Y es que los juguetes son la materialización misma del costado imaginativo de la niñez para emprenderlo desde un ejercicio lúdico. No hay espacio para la especulación, que se adquiere en la etapa adulta, que limite los caminos. Aquí, las posibilidades son infinitas. Allí se radica la inquietud misma de estos personajes con sentimientos: entre ellos, se enlazan amistades y las familias se eligen.

Es así que ese salto temporal de más de una década entre Toy Story 2 y Toy Story 3 hace el conflicto quede más expuesto. Andy es mayor, pero los juguetes no tienen cambio generacional. La tensión y el miedo de ser desechado, de ser un vaquero con el riesgo de ser reemplazado por un héroe intergaláctico, o incluso siendo un oso de peluche reemplazo por una réplica, o la posibilidad de quedarse eternamente en una exposición de un museo en Japón, son dilemas que los protagonistas se ven obligados a exponerlo, frente a un mundo tan cambiante como voraz, exigente ante los caprichos líquidos del mercado.

En Toy Story 3, son los propios juguetes los que empujan al joven Andy, ya en su etapa de universitario, a dar el gran salto del nido vacío, que tanto le cuesta a su madre aceptar. Es la primera vez en la saga que le vemos la cara a la mamá de Andy; en las dos ediciones anteriores, siempre figuró fuera de campo.

Lo que plantea visceralmente Toy Story 3, y con más sutileza Ratatouille (aquel otra gran obra de Pixar y Disney, donde la niñez no tiene un protagonismo fáctico, pero sí una base central, al ser parte de una epifanía que padece el crítico gastronómico Ego, al probar la delicia preparada por la rata-chef) en que los adultos ya no son personajes secundarios metidos a un costado, generadores de conflictos o con rostros grotescos dignos de ser burlados. Sino, como parte del reconocimiento de las propias niñas y niños a lo que deben enfrentar. Como así también, las propias adultas que se enfrentan a esa etapa que también les cuesta visualizar.

Son esos momentos en que el sujeto frena el salto al vacío global, ejercida por una biopolítica caracterizada por la especulación financiera y el desecho diario. La decadencia a ese capitalismo poslaboral quedó más que explícito en el distópico Wall-E.

Pero fue Toy Story que, frente a esa ilusa ilusión de un materialismo infinito, que nos recuerda que frente a la finitud material, son la común unión y la imaginación lo único que nos permite tratar de quebrar las contradicciones de esa realidad material para llegar hasta el infinito y más allá.