Pensamiento Crítico

La Turca Kornblihtt, la juventud maravillosa y la resistencia a la dictadura en la zona sur del conurbano

Una crónica sobre esas historias de vida de una juventud que aposto por ser protagonista de la construcción de una Argentina libre, justa y soberana (una patria socialista) y en el camino de enfrentamiento al terrorismo de Estado se topó con la muerte*.

Por Mariano Pacheco

Domingo 27 de marzo de 1977

Adriana Lidia Kornblihtt se sienta en una mesa y comienza a escribirle una carta a Laura, su hermana mayor, que había militado en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y que ahora se encuentra exiliada en Roma.

La Petisa Pelirroja, como le decía Laura, le escribe además a Vicky, su otra hermana, también militante, pero de Montoneros e igualmente exiliada en Italia, aunque en Milán. Aquellas líneas fueron garabateadas por La Turca –como le decían a Adriana en la militancia– mientras se encontraba junto a Beto refugiada en una casa ubicada en la localidad bonaerense de Hudson. Líneas dirigidas, conjuntamente, a sus dos hermanas, a su cuñado Esteban y sus sobrinos Este y Pauli.

“Después de un largo tiempo me decidí a escribirles, aprovechando un domingo tranquilo, acá en Hudson. Porque durante la semana mucho tiempo no me queda. Empecé a trabajar en un taller de bombachas y aprendí a coser con distintos tipos de máquinas (overlock, recta, zigzag); el laburo no es muy lindo, es medio cansador estar 8 horas cosiendo (de 7 a 15) y tampoco me pagan demasiado, porque gano por producción y todavía no estoy muy práctica, pero por ahora hasta que no tenga otra posibilidad no voy a dejarlo.

Con respecto a nosotros, no hay muchas novedades. Seguimos viviendo en Lanús y con Beto nos llevamos muy bien y aunque hay ganas (todavía no muy concretadas), no hay aún ninguna sorpresa. No se imaginan cuánto se los extraña y a veces cuando hablo de ustedes o me viene algún recuerdo a la cabeza, me parece increíble la cantidad de tiempo que no nos vemos y sin ninguna posibilidad por ahora.

Estuve esperando carta de ustedes, espero les haya llegado la carta con la dirección y me digan un poco de todo, así que háganse un tiempito y escriban, no sean chantas.

Beto ahora está sin laburo, hace casi un mes que se tuvo que ir de donde estaba y ahora encontró trabajo en una fábrica textil, pero recién empieza el 5 de abril.

El viernes llegó la carta con el dibujito. ¡Muchas gracias! A todos. Laura, me parece muy raro tener solo 15 años y llevar la vida que hago. Pero cada uno se elige la vida que quiere y yo no estoy nada absolutamente arrepentida.

Las grabaciones y las fotos fueron muy lindas, tendrían que haber visto a los abuelos como les chorreaba la baba. Justo ahora estábamos grabando para mandarles a ustedes, pero yo todavía no hablé, porque me inhibo mucho y no me sale nada.

El otro día (ilegible) llamó y habló con mami; estaba bastante mal porque de ustedes no recibió carta desde que se fueron y como la echaron del laburo y otras cosas, pensaba irse a Boulogne (creo que ahí era) a ver a la madre y pasar una estadía en Milán, pero decía que no sabía si ustedes iban a querer verla.

Por acá las cosas andan más o menos, jodidas como siempre.

Pero las cosas siguen y con muchas ganas de seguir adelante”.

Tres décadas más tarde, Vicky recuerda la lectura de esa carta como si fuera ayer. Cuenta, con paciencia y voz muy suave, parte de la historia de su hermana:

Cuando éramos chiquitas, cuando tenía 6 años, Adri –que era la menor– trataba de imitarnos en todo, todo el tiempo: era muy agrandada y muy inteligente. Aprendió a sumar en el jardín, y por eso la adelantaron un año. ¡Era una adelantada, y encima siempre quería ser más grande! Así empezó a militar, en 7° grado, en el Frente de Lucha de los Secundarios, que respondía –creo– a las FAL [Fuerzas Armadas de Liberación]. Y ella se acercó a eso, imagínate que estaba en 7° grado… pero ya era discutidora. Para que te des una idea: escuchaba Viglietti, en vez de Palito Ortega.

Adriana cursó sus estudios primarios en el Colegio Las Heras, en la ciudad de Buenos Aires. En ese entonces ella y su familia vivían a una cuadra de allí. Después, al igual que sus dos hermanas, entró a cursar el secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Fue entonces cuando Adriana ingresó en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y se transformó en La Turca. En ese momento, su hermana Vicky militaba en la misma agrupación, junto a su novio (mi compañero, que era el responsable de la UES Capital).

Tiempo después, luego del Rodrigazo, Montoneros fortaleció su estrategia de priorizar sus vínculos con los trabajadores industriales de los grandes centros urbanos del país, a la vez que promocionó la incorporación de los militantes de las agrupaciones de superficie (entre ellas la UES) a la estructura militar de la Organización.

Y allí marchó La Turca: a vincularse con los estudiantes de los colegios técnicos del conurbano, semillas de los futuros obreros que protagonizarían la revolución socialista en Argentina. Por eso fue una de las más decididas a la hora de abandonar sus tareas en una institución educativa de alto nivel, en la metrópoli, para pasar a cursar sus estudios en un colegio del Gran Buenos Aires. No le importó tener que viajar todos los días, cursar por un tiempo en dos colegios, dejar a Laura, Gabriela, Moira, su grupo de amigas, y cambiar de ambiente social. La convicción militante pudo más que todo. Tenía entonces 14 años. Pasó a la UES Avellaneda, primero, y luego a la de Lanús, donde conoció a Beto. Así transitó, rápidamente, de la UES a la estructura del Ejército Montonero. De la casa de sus padres a la convivencia con su compañero. Un pibe divino Beto –cuenta Vicky–. Un pibe de la villa, de ahí de Zona Sur. Era de una familia grande, como de ocho hermanos.

Para 1977 todo está más complicado. De allí que la percepción de la situación política que Adriana expresara en su carta no fuera muy alentadora (“Por acá, las cosas andan más o menos jodidas, como siempre”). Poco alentadora, sí, pero de todos modos –como ya se ha visto–, eso no la impulsa a dejar el país, marchar al exilio, como sus hermanas y tantos de sus compañeros (“Las cosas siguen y con muchas ganas de seguir adelante”).

***

TIEMPO: 31 de marzo de 1977.

ESCENA: Una humilde casilla situada en la barriada popular de Monte Chingolo, en la Zona Sur del Conurbano Bonaerense. Beto y Adriana duermen abrazados. Afuera, en las calles y avenidas del distrito de Lanús, los oscuros Ford Falcon sin patente van y vienen en busca del enemigo de la patria.

Son las cuatro. Hace cuatro horas que Adriana Lidia Kornblihtt (La Turca, para sus compañeros; La Petisa Pelirroja, para su hermana Laura) dejó atrás sus dorados quince años. Es temprano. Tiene sueño y hace frío. Es su cumpleaños y le da fiaca levantarse. Mira a su compañero dormir y le dan ganas de quedarse. Pero se levanta. Sabe que ha elegido una vida que tiene, entre otros obstáculos, tener que levantarse cuando tiene ganas de quedarse haciendo fiaca. De acurrucarse. De no salir a la fría noche. Pero se viste, le da un beso a Beto y parte. Porque el país, como está –piensa– niega cualquier posibilidad de proyectarse, de proyectar la vida. 

A las 4.30 Adriana sube a un automóvil en el que se traslada junto con dos muchachos. Son jóvenes, aunque no tanto como ella. Los tres son militantes, y juntos conforman un Pelotón de Combate del Ejército Montonero. Adriana está comenzando su cumpleaños número dieciséis, pero hace un año que es soldado. Antes estaba en la UES, era una militante de superficie. En cambio, ahora, es parte de la Estructura Militar.

Alrededor de las cinco ya están cerca de la comisaría de Monte Chingolo. Afuera no hay nadie. La operación es sencilla: colocar un caño en el lugar, y luego partir.

Se hacían con frecuencia esas operaciones: era una forma de demostrar que los montoneros estaban ahí, luchando. Adriana, Beto y sus compañeros –es claro– no se rendían. No aflojaban. No estaban dispuestos a bajar los brazos. Había que persistir –pensaban–. Soportar los golpes resistiendo. Como ya se había hecho durante la resistencia peronista.

De repente, tras una pesadilla, Beto se despierta. Asustado, se seca el sudor de la frente, mira el reloj e intenta en vano volverse a dormir. Adriana debería haber llegado ya, piensa. Trata de olvidar aquel sueño espantoso, pero no puede. Ha pasado el tiempo y nada. Adriana que no llega. Está desesperado, porque ella debió haber vuelto a la casa, para vestirse e irse a trabajar. Pero no ha regresado.

Beto comienza a angustiarse. Piensa lo peor. Está ansioso, y obsesivamente no puede dejar de mirar por la ventana. Cada tanto (sólo cada tanto) mira su reloj. Así se hacen las ocho, el tope horario. Debe dar por asumida la emergencia y retirarse.

La operación era sencilla, piensa, una y otra vez. Todo había quedado claramente planificado en la noche anterior, cuando realizaron la última reunión. Uno de ellos iría como chofer del automóvil; el responsable permanecería junto al auto, atento y preparado para disparar su pistola 9 milímetros si algún policía aparecía de improviso. Adriana colocaría el explosivo… Nada complicado. Entonces: ¿qué ha salido mal?

A las 5.30, como habían previsto, La Turca y los dos muchachos llegan a la comisaría. Afuera no hay nadie. El chofer mantiene el auto encendido, listo para escapar. El responsable da la orden. Adriana debe activar el caño y regresar al automóvil, para volver a su casa, darle un beso a Beto, cambiarse y entrar a la textil. Luego, ir a la casa de sus padres a cenar, a festejar sus 16 años y brindar por eso; por el laburo que está por empezar en unos días su compañero; por el hijo que desean tener; por sus hermanas Laura y Vicky, su cuñado Esteban y sus sobrinos Este y Pauli, que brindarán por ella desde el Viejo Continente; por sus padres, que esperan que pronto se concrete el casamiento; por los muertos, que ya no pueden brindar, y por los presos, que aguantan desde las cárceles el inhumano trato que reciben por parte de sus verdugos; por la victoria, por supuesto, que finalmente, más temprano que tarde, tiene que llegar. Pero algo, definitivamente, ha salido mal.

Ni bien el responsable de la operación escucha una explosión, comienza a disparar sobre la comisaría. Luego se acerca para ver qué es lo ha pasado. Se da cuenta de que la bomba estalló en manos de Adriana, pero su cuerpo no está. Sólo los restos de su ropa.

Beto se entera a las nueve y no lo puede creer. Sigue esperando que Adriana llegue. Quiere decirle feliz cumpleaños y darle un abrazo. Quiere que pase el día y por fin llegue la noche, para marcharse con ella a la casa de sus suegros a cenar y festejar. No lo puede creer. Y sigue esperando que Adriana llegue.

*Extracto del libro Montoneros silvestres (1976-1983. Historias de resistencia a la dictadura en la zona sur del conurbano (editorial Planeta, 2014)