CHARLAS DEL MONTE

Locombia: partera de mi historia

Parece que Marx nunca dijo que la violencia era la partera de nuestra historia. En tiempos donde todo es violencia y a la vez nada lo es, Colombia reclama el derecho a parir con placer otro mundo posible.

«La Violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por si misma, una potencia económica»

Carlitos Marx, El Capital

«Nos consideran estúpidos, como cuando llegaron los españoles. Ellos traen el conocimiento, el saber, todo su imaginario, esa es la real raíz de la violencia y es la real raíz de la ignorancia. La ignorancia no está en el analfabetismo, está en la ruptura entre los seres y el mundo en el cual esos seres encontramos sentido y razón de existir. Ahí está la raíz de la violencia, no importa si se hace a través de las universidades o el paramilitarismo. Esto tendría que haber generado levantamientos en todo el mundo. Pero han copado a tal grado nuestro corazón y nuestro espíritu que permitimos que nos digan que somos cosas, mercancía»

Humberto Cardenas Motta

«En Colombia la vida, humana y natural, no vale nada ¿Será cuestión de la oferta y la demanda?»

Tomás Astelarra, El Puente sobre el río Putumayo, Andanzasenabarcas

Por Tomás Astelarra Ilustración: @nico_mezca

Dicen que no es de Marx esa frase que dice que la violencia es la partera de la historia. Humberto dice que Carlitos dijo que a derechos iguales gana la violencia. Io no se si las multinacionales tiene más derechos que las pueblas originarias. Pero en Locombia aprendí que ejercen la violencia. Tinto mediante recuerdo cuando Edgard me contó como la Coca Cola mató un cumpa por pedir media hora de almuerzo en una jornada de 8 horas. Y a les cumpas de Arauca cuando un avión de la Oxy Petroleum bombardeó una asamblea matando niñes. Estábamos en una sesión del Tribunal Permanente de los Pueblos que juzgó a varias multinacionales por crímenes de lesa humanidad. Íbamos y veníamos de la sede de las organizaciones campesinas a una escuela que había en frente. A ambos lados de la cuadra había cubiertas quemándose y militares con fusiles y cámaras digitales. «No les garantizamos la vida más allá del final de la calle», nos dijeron les cumpas al llegar. Parecía una salsa de Lavoe. “Asegúresele un 10 por ciento, y acudirá donde sea; un 20 por ciento, y se sentirá ya animado; con un 50 por ciento será positivamente temerario; al 100 por ciento es capaz de saltar todas las leyes humanas; el 300 por ciento, y no hay crimen a que no se arriesgue. En Colombia las ganancias superaban al 300 por ciento”, leí que decía Walter Broderick en «El Cura Guerrillero», la biografía del bueno de Camilo Torres, que de tan teso en su vocación de paz terminó intentando agarrar un chumbo. Y al muy boludo le pegaron un tiro.

La cuenta matemática para mi amigo Chucho Yalanda, líder del pueblo de Ambaló, era más sencilla: «Yo tuve diez hijos porque sé que cinco me los vas a matar la guerrilla, los paracos o el ejército. Pero cinco van a seguir resistiendo en mi tierra». Me gustaría saber si siguen con vida. Al menos nunca los vi en la decena de nombres de indios e indias asesinadas por el gobierno colombiano que me llegan mes a mes por las redes sociales. Sé que Doña Carmen murió de cáncer. Y el Leyder y Yolanda se fueron con el crío a Bogotá porque la violencia era arrecha. Recuerdo que uno de los más chicos era miembro de la guardia indígena. Y uno de los más grandes tocaba lindo la quena. Había dos gurrumines que saltaban descalzos por la montaña. Siempre les cuento a mis sobris del Valle que Chucho decía que así descalzos en el frío mantenían la defensas y rara vez se enfermaban. Eso y el sancocho y la leche de cabra. Y la arepa de maíz secado en cocina a leña. Les adultes me miran con cara fea cada vez que le digo eso a mis sobris. Barbaridades del Tío Tom. A veces también les cuento de por qué los paracos y el gobierno de Colombia asesinan niñes. Igual que los productores de soja: por dinero.

No se si estarán en su tierra. No se si estarán con vida. Cuando veo los videos de las chivas de la guardia indígena entrando en Bogotá para defender un nuevo paro nacional me imagino que aquel papachito puede estar ahí. Calculo la edad. Si no es tumba, seguro es dirigente. ¿Será parte de los cinco hijos que se le murieron al Chucho?¿Cuentan las multinacionales los muertos de sus negocios?¿Acaso le ponen nombres?

Recuerdo un viejo campesino de Arauca, amenazado de muerte por los paracos, que mientras paleaba un plato de arroz con poio, alguien le pregunto por qué no huía a otro lugar. «Mi hijo se fue a Pasto e igual lo mataron. Ni siquiera pude ir a enterrarlo. Al menos si me matan aquí los cumpas me darán buen entierro. Se echarán un rezo y dirán: era un buen hombre, un luchador».

Cada vez que iba a esos lugares mi pareja María, de Ibague, me decía: «Si vas allá no vuelvas. No quiero ser viuda». Cuando cruzamos la frontera de Ipiales sentí un gran alivio. Me había acostumbrado a vivir entre los muertos, las armas, el miedo, y un sexto sentido para caminar las calles sin dar papaya. Pero lo más sorprendente es que me había acostumbrado, y todavía extraño, lo otro: la arepa con tinto, el bien pueda, el me regala, el plato de comida siempre servido, la cama tendida, el sin miseria parce, las gaitas y la tambora, las doñas del Cauca haciendo comida u organizando trueques pa cientos de personas, el día que viendo mi angustia de gringo intelectual analizando la relación entre negocios multinacionales y masacres paramilitares, el Chucho me dijo: «tómeselo con calma hermano. El tiempo es largo y la Madre Tierra poderosa». No lo podía creer, al que le iban a matar cinco hijos calmaba al que en una de esas perdía la pareja por entrometido.

Luego escuché al Juanma contar como un tehuala había hecho que pudiera salir de un pueblo rodeado de paracos con una filmación testigo de la masacre gracias a una mariposa. Y años después, en una cocina de Luján, Don Tulio me confirmó que era verdad, que el Taita Querubin había hecho caer un rayo sobre una camioneta del ejército. Y después el Oso me contó sonriendo pícaro que su tío, el mismo Querubin, había echo crecer el río pa deshacerse de una banda de paracos que querían matarlo. Entonces le digo a los gringos que, como io, se angustian de más por los indios lejanos: que no se preocupen. Que los indios saben poner los muertos. Y sus mayores tiran rayos. Y que el tiempo es largo y la Madre Tierra poderosa. Y que más a mano que un fúsil o un indio colombiano está esa caja de supermercado con el sello de la multinacional que los mata. Y que piensen bonito, actuen bonito. Produzcan y consuman bonito. Que tengan palabras llenas, acciones con visión y espíritu de comunidad. A ver si de una puta vez conseguimos que alguna gringa loca intelectual analice que el amor es el partero de la historia y la verdadera potencia económica.

Es que dicen los indios del Cauca que: «las palabras sin acción son vacías, las acciones sin palabras son ciegas, las palabras y las acciones por fuera del espíritu de la comunidad, son la muerte». Mi saludo a Don Humberto, Don Manuel, Doña Vilma, Don Chucho, el Juanma, la Paisita, el Leo y la Liza, y tantes otres que desde algún rincón del exilio de nuestra Amerika siguen tejiendo la poesía de la Tierra frente a este necrológico sistema de muerte en manos de paracos y universitarios. ¡Guardia! ¡Fuerza! ¡Por mi raza! ¡Por mi Tierra!

Estas charlas o relatos transcurren en el Valle de Polonia, es decir, Ningunaparte. Son ficción. Ciencia Ficción Jipi. Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.

De yapa: El puente sobre el río Putumayo (texto y audio) Himno de la Guardia Indígena