Pánico y locura en la maldita policía cordobesa
Por Lea Ross | Ilustración: @nico_mezca
Ninguno de los tres o cuatro policías que mataron a Jonathan Romo, el joven de 35 años de La Falda cuyo deceso ocurrió entre su detención y su alojamiento en la comisaría, se podían imaginar que ellos desencadenarían el último escándalo policial-institucional de la Provincia. Pero tampoco la propia cúpula policial esperaba que ese fatal desenlace, en los momentos en que se ejecutaba un improvisado mecanismo de encubrimiento, dispararía una reacción en cadena.
Mediante un registro de celular, realizado por una niña de 13 años, la imagen de su detención, aún estando él de rodillas y exponiendo voluntad de ser apresado, no fue suficiente para ser oprimido y paralizado mediante el doblamiento de su pierna hacia la espalda y utilizando un mecanismo de asfixia, que remonta a la que ejercieron las fuerzas de Minneapolis contra George Floyd.
La “asfixia mecánica” como resultado concluyente de la autopsia, más el agregado de que fue causado por terceros, complementa lo que quedó fuera del cuadro. Tanto esa grabación como ese informe no alcanzan a dilucidar lo que ocurrió en esa brecha de dos horas entre el momento del registro y el momento en que la víctima dejó de respirar.
Por el momento, el fiscal Raúl Ramírez ordenó detener el jueves pasado a seis policías e imputarlos por homicidio calificado (los sargentos Miguel Ángel Aguilera y Walter Geri y los cabos Juan Pablo Zunino y Hernán Suárez) y por encubrimiento agravado (el subcomisario Pablo Antonio Zárate y el agente Lucas Giménez).
Las tres cualidades de la policía
La Policía de Córdoba tiene tres cualidades, que no se diferencian mucho de las demás policías provinciales. La primera es que es una institución. Mantiene una organización vertical para cumplir una determinada función. La segunda es que es regimental. Es decir, cada quien ocupa un determinado puesto donde se ve obligado a cumplir una orden impuesta por alguien que proviene de algún cargo de mayor jerarquía.
Y el tercero, es que la Policía es un aparato. O sea, no le es ajeno a que la misma funcione con una dinámica proclive no solo a trabajar de manera coordinada, sino también de manera disfuncional. Tal es así que quienes portan un uniforme conforman, en su conjunto, una comunidad propia, con sus reglas y códigos, donde también pueden ser susceptibles a organizar grupos que van en disonancia con lo pactado en una determinada administración. Por ende, organizar complots contra un superior.
Los dos delitos
En las dos primeras cualidades -institución y regimentación- se permite entender cómo reacciona la Policía ante un abuso que cometió uno de los suyos. Desde el punto de vista de la criminología no es menor, porque entonces no estaríamos hablando de un solo delito -el asesinato, en caso de un gatillo fácil, por ejemplo-, sino también de un segundo delito, más colectivo, que es el encubrimiento. Es exactamente igual a lo que ocurre con las denuncias de pederastia en las instituciones eclesiásticas: lo criminal no se reduce solo al abuso sexual de menores, por más horroroso que parezca, sino también que abarca a quienes participan del mecanismo que ampara y protege a quien pergeñó ese primer delito. Su protección se convierte se convierte en un nuevo crimen, esta vez, ejercida por una institución como tal.
En el caso de la Policía, el “protocolo de encubrimiento” abarca por ejemplo la adulteración de la escena del crimen para no involucrar al uniformado que cometió el abuso. Incluso se suman las propias estrategias que se pueden ejercer para evitar cualquier declaración de un testigo. El miedo es una herramienta para asegurar ese silencio. El silencio es salud.
Eso es efectivo en cuanto los policías tienen su propio peso en el barrio. Sin embargo, en la medida en que las ciudades del interior van creciendo, expandiéndose sin un ordenamiento territorial que garantice un equilibrado acceso de bienes y servicios para su comunidad, la desigualdad social se agrava y la violencia se manifiesta de manera más enérgica. Y la respuesta policial, le echa más leña al fuego.
Ahí es donde aparece en escena el comisario inspector de la departamental Punilla, Diego Bracamonte, quien se había apurado al declarar ante la prensa local que Jonathan había padecido una “descompensación”, subrayó que estaba “imputado” por un hecho ocurrido en diciembre del año pasado y que su muerte fue una “recaída”. Al difundirse lo registrado en un celular, el Ministerio de Seguridad de Córdoba ordenó su desplazamiento.
Pero desde el Gobierno Provincial, saben que Bracamonte está haciendo pagar caro a la Policía. Un año antes, cuando él era segundo jefe del departamento, se hizo cargo de la investigación del femicidio de Cecilia Basaldúa, que desencadenó en la detención preventiva por dos años al jornalero rural Lucas Bustos, recientemente declarado inocente en la sentencia que se emitió, confirmando la teoría del perejil. Para el 2 de agosto, se emitirán los fundamentos de la sentencia del juicio por Cecilia, lo que se pronosticaría que incluirá párrafos que contendrán un duro cuestionamiento al trabajo de los policías, donde la investigación llevada a cabo por la fiscal Paula Kelm, se basó solo en la palabra de quienes portaban la placa y el palo.
A los tiros
Además de Bracamonte, también se ordenó el pase a retiro del comisario inspector Marcos Germán Manrique, director de Entrenamiento Profesional Permanente, y del comisario general Julio César Faría, director general de Recursos Humanos, Formación Profesional y Entrenamiento Policial.
El día martes 19 de julio, se publicó una pirotécnica nota en el portal de Cadena 3, donde señaló la filtración de un informe interno de la Policía, donde concluye que cuatro de cada diez uniformados de la provincia no están capacitados para ejecutar sus armas de fuego. Y que si solo se toma el rango de los agentes que circulan por la calle, el margen crece al 47%, casi la mitad. Los números precisos se mostraron con la infografía de abajo, que toma como “Fuente” a la “Policía de Córdoba”, como una cuestión genérica. Todavía permanecía en agenda pública el asesinato de Jonathan, a pesar de que él no fue ejecutado por un disparo.
Faría, uno de los que fueron sacados de su cargo, proviene de la misma área que la actual jefa de Policía, Liliana Zárate Belletti. Según el desplazado, él y su superior tuvieron una fuerte intercambio telefónico de lo ocurrido. Ambos, provienen precisamente del área de entrenamiento policial, donde Liliana se especializaba en la formación de cadetes.
Faría y Zárate, en una foto de septiembre de 2021.
A partir de lo publicado por Cadena 3, Faría declaró públicamente que el establecimiento para ejercer el entrenamiento de tiro se encontraba inutilizable. A la mañana siguiente, del día miércoles, se filtraron por los teléfonos de Whatsapp registros fotográficos de un grupo de personas tratando de remodelar el polígono de tiro, con el afán de que quede presentable. Inmediatamente después, Faría fue entrevistado en los estudios de Radio Universidad ratificando la escasa capacitación policial, e incluso comparó ese entrenamiento como si fuese una práctica de caza, donde el blanco permanece fijo.
Mal entrenados
La asunción de Zárate, la primera mujer en ocupar el máximo cargo en la Policía a partir de octubre de 2020, ocurrió luego del asesinato de Joaquín Paredes en Paso Viejo. Anteriormente, Zárate estaba a cargo del área de la jefatura capitalina, luego del asesinato de Valentino Blas Correas, el caso de gatillo fácil más difundido por la razón particular de haber ocurrido en la zona céntrica. Normalmente, los casos de gatillo fácil en la gran ciudad logran cometerse cuando los encubrimientos se aplican a partir de la llegada territorial de los policías. Pero viniendo de un lugar totalmente inédito y de enorme circulación, el intento por implantar falsas pruebas en pleno corazón de la city cordobesa solo agravó más la situación, como lo que pasó en La Falda.
Y anteriormente, desde su rol como instructora de cadetes, Zárate formó a los policías Lucas Gómez y Javier Alarcón, los dos cabos primeros que ejecutaron los disparos contra el auto que viajaba Blas Correas; entre ellos, la bala que lo llevó a su deceso.
Todo esto implica que la discusión sobre la maldita policía cordobesa se mete en un eterno retorno, donde solamente se reduce la discusión en base a la falta de capacitación o formación de los que portan el uniforme, aún cuando la extensión de la lista sábana de víctimas asesinadas no parece tener fin. “No es un problema policial, es un problema político”, dijo un legislador de la oposición. En estos momentos, un patrullero circula a varios metros de quién lee estas líneas. Es probable que en el baúl del patrullero tenga guardado un arma no registrada, dispuesta a ser implantada, como se revelaron en otros casos de asesinato policial. Que el arma esté ahí, difícilmente pueda explicarse por el hecho de quienes conducen el vehículo estén “mal capacitados”.
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