Estados Unidos país bananero
Como nunca antes las elecciones en el ex-imperio dominante a nivel mundial han evidenciado los entramados de una democracia amañada. Las internas del posible nuevo gobierno demócrata, el acaparamiento de la “justicia” por parte de los republicanos y el run run de los movimientos sociales gringos.
Por Tomás Astelarra y Verónica Gelman*
Las elecciones en Estados Unidos siempre han sido un hecho mediático a nivel internacional, pero nunca como este año han despertado tantas inquietudes e incógnitas que no hace otro cosa que develar las fallas en la estructura democrática del, hasta hace poco, “país más poderoso del mundo”.
El antecedente previo más parecido fue la elección del 2000 donde el republicano George Bush (hijo) accedió a la presidencia a pesar de haber obtenido 500.000 votos menos y luego de judicializar el escrutinio en Miami. El demócrata Al Gore, vicepresidente de la era Clinton (aquel que además del resonado caso Lewinsky de abuso sexual fue conocido por su frase: “es la economía estúpido”) aceptó humildemente la derrota y se dedicó a hacer videos y campañas de ecología. Al igual que sucede hoy con el candidato demócrata Joe Biden, los grandes medios ya lo habían dado como ganador. Solo que esta vez, además de haber obtenido una victoria más clara, los demócratas parecen estar decididos a que no vuelva a suceder lo de Al Gore (sobre todo ante la presión de un importante sector de los movimientos sociales alternartivos)
Más allá de eso, la elección presidencial en uno de los países más importantes dentro de la geopolítica internacional está, por cierto, incierta. El actual presidente Donald Trump ya viene acusando fraude y diciendo que no va a aceptar la derrota desde hace meses. El partido republicano (que en un principio lo vio como un “payaso”), lo apoya, y ha presentado numerosas demandas judiciales pa no acatar el voto popular (que esta vez no solo le dio la victoria a los demócratas en cuanto al caudal de votos, sino también de electores). Hasta el momento ninguno de estas presentaciones han sido tomadas en cuenta por jueces de primera instancia, pero la verdadera estrategia de la judicialización es que a través de la “avalancha” de demandas, alguna sortee las primera instancias, y llegue a la Corte Suprema, donde la visión conservadora (o republicana) tiene mayoría (6 integrantes de 9). Una parte de esta mayoría se da gracias a la designación, faltando apenas un mes para las elecciones, por parte del gobierno de Trump de Amy Coney Barrett (miembro del grupo cristiano conservador People of Praise). Un acto que, si bien no es ilegal, ronda la falta de ética o corrección política. En 2016 los republicanos bloquearon la confirmación del juez Merrick Garland (nominado por el entonces presidente demócrata Barack Obama), con el argumento de que por ser año electoral había que esperar hasta la elección de un nuevo mandatario.
La coptación del partido republicano y la sociedad conservadora de Estados Unidos del poder judicial no solo se limita a la Corte Suprema, sino también a otros niveles de la “justicia”. Una estrategia que no es de extrañar para aquellos analistas que vienen siguiendo hace años en América Latina ese mecanismo llamado, precisamente en la lengua del ex imperio, “law fare” (guerra jurídica), mediante el cual Estados Unidos pretende socavar la tareas de los gobiernos progresistas y favorecer el trabajo sucio de sus aliados (o empleados) conservadores como Mauricio Macri o Jair Bolsonaro.
Aunque no es inédito, un desbalance como este en el poder judicial de los Estados Unidos no se presentaba desde la década de 1930, durante el primer gobierno de Franklin Delano Roosevelt, y luego de la gran crisis financiera llamada “la Gran Depresión”. La Corte Suprema conservadora de ese entonces fue la que impidió la implementación de muchas de las políticas del New Deal (Nuevo Trato), el programa con el que Roosevelt intentaba proteger a la población más afectada por la crisis a través de políticas de corte keynesiano (de intervención del estado en obras públicas, programas de cuidados, agricultura familiar y reforma del sistema financiero).
La estrategia judicial conservadora no solo podría definir la elección sino también asuntos como la “deslegalización” de la interrupción voluntaria del embarazo (aborto), que además de estar legalizado en varios estados se practica en el resto de Estados Unidos gracias a la labor de las organizaciones sociales feministas basándose en un fallo de 1973 (Roe vs Wade) que podría ser revertido por la nueva Corte Suprema. A estos se suma la ola de fallos a favor de objeciones de conciencia por parte de médicos y médicas antiabortistas o también, por dar otro ejemplo, jueces en contra del matrimonio igualitario (aprobado en Estados Unidos en 2015). También la nueva Corte, y en general, el nuevo sistema judicial impuesto por Trump, podría ejercer presión sobre otros asuntos como las demandas por el cambio climático o la ecología, el sistema de salud pública (en particular la Ley de Cuidados de Salud Asequibles, conocida popularmente como Obamacare y aprobada en 2010), la regulación sobre los grandes sectores económicos, la imposición de la pena de muerte, o la criminalización de los sectores más pobres y diversos de la población (negritudes, latinxs, mujeres, trans…).
En contracorriente a esta visión conservadora de Trump y los republicanos (apoyada por grupos civiles de extrema derecha) está la de los movimientos sociales que finalmente decidieron apoyar al partido Demócrata y que, entre otras cosas, abogan por un cambio en el sistema electoral de Estados Unidos que permite la cruenta paradoja que un candidato pueda acceder a la presidencia habiendo sacado menos votos o con el simple aval del sistema judicial.
Movimientos sociales y presión demócrata desde abajo.
Si bien nuevamente no se pudo imponer la candidatura de Bernie Sanders (histórico dirigente “socialista” de Estados Unidos) dentro de la interna del partido Demócrata, la decisión de amplios sectores de la izquierda o los movimientos sociales gringos de seguir jugando electoralmente “por dentro” del partido y con la voluntad de expulsar a Trump de la presidencia, ha conformado una amplia representación de estos sectores en cargos ejecutivos de menor jerarquía o incluso en la Cámara de Representantes (el caso más rutilante es el de Alexandria Ocasio-Cortez, la socialista latina que se convirtió en la mujer más joven de la historia en ser elegida para el Congreso). Son estos sectores los que piensan presionar al conservador Joe Biden para que el cambio de rótulo político en la presidencia del hasta hace poco “país más importante del mundo” también tenga efectos reales sobre las políticas que inciden en la población estadounidense. Salvando las distancias lógicas (pero no tanto en tiempos de globalización y nuevo orden mundial) no sería una estrategia muy diferente a la de los movimientos sociales argentinos nucleados en UTEP frente al gobierno de Les Fernandez.
Dentro de las políticas públicas que pretenden impulsar estos sectores populares insertos en la estructura del Partido Demócrata, y por ende del nuevo gobierno (siempre y cuando la Corte Suprema lo permita), las más relevantes son la ampliación del Obamacare a la mayoría de la población, el respeto de la libertades civiles y los derechos de las minorías e inmigrantes y, dentro de este último esquema, la reducción del presupuesto de la policía (bajo el lema de campaña Defund The Police) para poder incrementar el de salud y educación.
Este último logro se siente un poco contradictorio con el rol de la supuestamente electa vicepresidenta Kamala Harris, que más allá de su carácter de afrodescendiente y su discurso progresista, como fiscal general de California mantuvo aceitadas relaciones con la policía, muchas veces declarando públicamente ser “una policía más”.
El pedido de los movimientos sociales choca también, al igual que la creciente legalización de “las drogas”, con la poderosa estructura empresaria de venta de armas, tráfico de estupefacientes y el negocio de las cárceles (poblada en su mayoría por las minorías). Dentro del Partido Demócrata ya rondan las voces conservadoras asegurando que no son muchas las modificaciones que se puedan hacer a las políticas de Trump, sobre todo con la ajustada mayoría que se consiguió en el Senado, y más bien llamando a tejer alianza con el sector “demócrata” de los republicanos. Parte de ese sector estaría representado por el ex-presidente George Bush, que reapareció en la palestra pública para felicitar a Joe Biden (quizás representando a un sector del poder financiero y empresario global que no venía estando muy de acuerdo con la figura de Donald Trump).
¿Y nosotres acá en el patio qué?
Superada la posibilidad de una dizque guerra civil en el ex imperio y con una importante crisis económica interna que se ha profundizado por el covid 19, los analistas de América Latina se preguntan que incidencia puede tener todo este jaleo de los Estados Unidos en nuestros territorios. Si bien hay una difundida visión de que Donald Trump llegó para denostar y menospreciar los organismos multilaterales como la OMS o la Corte Penal Internacional, lo cierto es que el ex-imperio no solo ha sido el creador de la mayoría de estos organismos, sino que siempre los ha utilizado cuando les ha convenido, negándose a firmar numerosos acuerdos de protección del planeta o no proliferación de armas nucleares. Ya sea republicano o demócrata, los Estados Unidos siempre van a tejer relaciones internacionales que favorezcan a los verdaderos dueñas del poder: las empresas. El bloqueo a Venezuela o Cuba más siempre tuvo que ver mas con esto que con una cuestión ética, política o moral acerca del “comunismo”, al igual que el golpe en Bolivia tuvo al tope de las prioridades el negocio del Litio en manos de Elon Musk. Como dice el experto colombiano en geopolítica Hernando Gomez: “El Plan Colombia que fue presentado al mundo como una lucha contra el narcotráfico o la guerrilla es en realidad un plan de ocupación económica de territorios estratégicos en pos del extractivismo más voraz”.
Con la caída del gobierno de Añez, y ahora Vizcarra en Perú, la reforma constitucional en Chile, y el agotamiento de la estrategia golpista en Venezuela, parecería ser que los cambios si podrían venir de un reposicionamiento de los sectores progresistas en los gobiernos de América Latina y por ende en los foros internacionales (con el Evo Morales y Cristina Kirchner sueltos de cuerpo para recorrer el mundo). En Estados Unidos, este, o cualquier gobierno, seguirá preocupado por tratar de evitar lo inevitable, que la caída geopolítica del imperio no genere, a través de la crisis económica y moral, un caos o guerra civil sin retorno. Ya que como dijo el difunto economista chileno Manfred Max Neef a Democracy Now: “Estados Unidos es un país en vías de subdesarrollo”.
Si bien el sector latino cada vez tiene más preponderancia en la política de Estados Unidos tanto dentro del sector conservador republicano como el sector demócrata y los movimientos sociales, salvo excepciones (como las manifestaciones en frente de la embajada de Venezuela ante el pseudo gobierno de Juan Guaidó) , las problemáticas suelen circunscribirse a la defensa de los derechos civiles dentro del territorio del ex-imperio. Incluso muches latines votaron a Trump ante la promesa de que la represión y los muros sería solo contra aquelles que al día de hoy no habían podido colarse en la hasta hace poco meca del “sueño americano”.
*Tomás Astelarra es periodista, economista jipi y chamuyero profesional. Verónica Gelman, además de socióloga, madre y comunicadora popular, es traductora de Democracy Now. Esta nota no hubiera sido posible sin la colaboración de Melisa Wortman y Mikel “Chamamé” Gelman.