Un ritual que puede seguir a ciegas: Acerca del futuro incierto de los recitales
El 19 de noviembre de 2019, la Pequeña Orquesta Reincidentes, banda “de culto” disuelta en 2008, se reunió efímeramente en un recital que actualmente radicaliza su extemporaneidad. Tan a fines de un 2019 que parece fin de una época, ese recital queda en la memoria como un umbral de la experiencia.
Por Carla Daniela Benisz- SPERAC (Seminario Permanente de Estudios sobre Rock Argentino Contemporáneo)
A Daniela Lauría y Mariana Berch, pasajeras en trance.
El festín de las gargantas, el brindis de cada lunes,
un ritual que poder seguir a ciegas…
P.O.R., “Tres deseos”.
Tengo pesadillas
Desde los primeros días del confinamiento, se me repite como una letanía una frase que George Steiner escribió en 1989 apenas acontecida la caída del muro de Berlín: “Estamos de vuelta en Plutarco”. Con ella, Steiner se representaba la caída del muro como una pérdida del universo de certezas que ató la cotidianeidad durante medio siglo XX. No era nostalgia recién inaugurada por el stalinismo, sino el vértigo de no saber nada, de que lo que tuvimos, perdimos, o –mejor (peor) aún– nunca lo tuvimos; pisamos sobre el aire de la ideología y nos aferramos a él como si voláramos.
Las certezas de nuestra generación son, y lo sabíamos desde la pre-pandemia, infinitamente más débiles. Pero, así y todo, con la instauración de un confinamiento extraordinario para la historia contemporánea, la expresión de Steiner se me hace análoga a la extrañeza de estos días, que cuestionan dos pequeñas certezas: lo comunitario como una instancia de superación ética y estética, y la corporalidad como campo de saber y campo de batalla. El intento de resolver la vacuidad de los post-humanismos con la comunidad como instancia política es algo que actualmente quedó trastocado. No voy a glosar lo que ya se cargaron los primeros meses pandémicos con debates filosóficos que, aunque menos persistentemente, aún prosiguen. Al contrario, solo quiero dejar asentado el abismo de incerteza sobre el que volará esta escritura, volará sí, carancheando destellos, restos de dos experiencias: una musical que es más bien poética –la de la Pequeña Orquesta Reincidentes– y otra crítica que también es política.
En estos meses, tuve –y tengo– pesadillas. Sueño, por ejemplo, con recitales de música que se vuelven pesadillescos por las hipótesis de continuidad que plantean ante la inminencia de un mundo profiláctico. La instancia ritual de un recital de rock, tal como lo vivimos hasta hace unos meses, contemplaba una serie de factores que actualmente serían actos de terrorismo biopolítico: sudor, saliva, pogo, consumo colectivo de alcohol e incluso, llanto y sangre. Como esa “colmena” (Reincidentes, “Colmena”, ¿Qué sois ahora?, 1998) que “retromaniacamente” –parafraseo a Simon Reynolds– describió la P.O.R., antes de su devenir orquesta, sobre un ambiente de milonga. Aunque en el actual contexto de abstinencia de recitales, cualquier referencia a baile, show y vivos puede caer en el espíritu nostalgioso que describió Reynolds en su Retromanía, la referencia a la P.O.R. sobrecarga de sentidos ese significante: una banda que nunca fue masiva, ni de cerca, pero que desde su disolución devino mito romántico de un intenso entre-nos. Durante el aislamiento, la cuenta oficial de la banda fue compartiendo paulatinamente su gloriosa discografía a través de Spotify y subiendo materiales (algunos inéditos) en su canal de YouTube. Como esa estrella que canta Guillermo Pesoa, “lo que ves no existe más” (“Estrella”, Lunes, 2010), la socialización digital del archivo hace brillar una lejanía.
Paralelamente, varios de los ex-miembros de la P.O.R. participaron del ensamblaje de las Composiciones Colectivas en Cuarentena Popular (C.C.C.P.) compartidas vía Bandcamp. En realidad, la corriente de materiales de la P.O.R. disponibles en la web comenzó su actualización poco antes del aislamiento. Y lo hizo con los registros en vivo de un recital que, en nuestros Plutarco times, se presentifica épico: el de la reunión extemporánea de la P.O.R. después de más de 10 años, para un show a beneficio en el Salón Pueyrredón, el 19 de noviembre del lejano 2019.
Esto no es una crónica
Si el “habitar” es parte del “hacer” en el esquema ritual, que este recital umbral haya acontecido en el Salón Pueyrredón no es un detalle del marco escenográfico, sino parte de la escena. Uno de los pocos bastiones del under que quedan (¿cuántos quedarán?) en C.A.B.A. y sótano de primer piso, su letargo edilicio espesó el aire húmedo, el calor y el aura del recital. La ficha técnica describiría aquí la lista de canciones, los horarios y los proyectos teloneros. Explicaría que esta vez fue Federico Ghazarossian al contrabajo. Que abrieron con esa épica de la oscuridad que es “Negro”. Que con el tercer tema se cerró una síntesis perfecta, porque a “Siempre” y le siguió esa fuga sutil que es “El atajo”. Que con ese trinomio, la P.O.R. terminó de resurgir con la paleta de claroscuros que caracteriza su poética. Y que no hay otra voz en la escena musical actual como la de Guillermo Pesoa. Pero esto no es una crónica, sino el intento de hacer aprehensible una experiencia.
Más allá de la energía que destila la comunión entre artista y público, hay algo de lo orquestal que explota en el vivo de modo más determinante que otros formatos musicales. La variedad de sonoridades hace un mapa físico con dimensiones escaladas a diferencia de, por ejemplo, la mónada de la canción pop. A eso la P.O.R. le agregó una lírica con vida propia que no se subordina, sino que, por el contrario, tensiona la melodía, y con un recursero de imágenes que fue único en el contexto poético-musical de entre-siglos.
En lo que sí no habría retromanía es que ese 19 de noviembre no fue un revival de músicos volviendo del retiro para la cuenta bancaria, sino que tuvo la unicidad del ritual. Fue más que la suma de las canciones en vivo, más que la reunión de músicos dispersos en distintos proyectos. Fue un acontecimiento, por lo irrepetible y efímero. Fue físico, emocional y colectivo, y eso hace del recital, además, un ritual, sobrecargado de extrañeza. Es decir, la disolución / reunión momentánea de la P.O.R. (leo todo como un acto) incrementó la distancia simbólica sobre la que se construye la oscuridad del signo, principal margen de acción de la poesía. Para la tradición de la que, por más que nos pese, somos todavía vástagos, el deseo requiere de esa ausencia.
Una defensa política del aura
La experiencia ritual suspende el hecho social y al mismo tiempo nos desindividualiza, nos hace colectivo; suspende y hace lo social. Es ideología y es poesía, escribió Ticio Escobar; es decir, tiene las dos potencialidades del extrañamiento Hay algo del trance que se juega en esa liturgia. Personalmente, la magia, el ritual, la pequeña luz que nos hace sentir temporalmente trascendentes es, para mí, un espacio que le permito a la poesía. Vivenciarla suele ser un acto personal que uno colectiviza en pequeñas instancias agregadas a esa experiencia solitaria. La música en contexto de rito es una de esas instancias. Hay algo de lo aurático (eso intangible pero definitorio de lo que es el arte) que esas instancias rescatan ante su pérdida en los escombros del mercado de lo simbólico. La pérdida del aura había sido el fenómeno celebrado (no sin contradicciones) por Walter Benjamin en la década del treinta, pero que observamos con preocupación en la actual etapa del capitalismo tardío; pues vemos cómo esa maquinaria de lo simbólico como mercancía se come la belleza para segmentarla y re-auratizarla, en definitiva, pero desde el criterio del capital. Se vuelve lejana y ausente porque es en-ajena-da.
Benjamin no niega el aura, la sacrifica (el uso del verbo no es azaroso), pero su arremetida es contra el aura de la tradición idealista, la de la contemplación individualista, la percepción pasiva y ocultadora del proceso material de la obra, posada –esa percepción– sobre lo inalcanzable de sus privilegios. La sociedad del confinamiento tal vez quiera seducirnos con el artefacto pop que hicieron las últimas décadas del Benjamin celebratorio de las posibilidades de la reproductibilidad técnica. Pero a esta altura de la historia, no podemos volver ingenuamente a él, sin las advertencias de, por ejemplo, Frederic Jameson, y también de Ticio Escobar. De hecho, Escobar postuló su propia “defensa política del aura”, en un ensayo homónimo, a partir de las contradicciones del propio Benjamin, quien al mismo tiempo que celebraba la pérdida del aura por las posibilidades de reproducción que brindaban el cine y la fotografía, también la rescataba en su formato de cuento popular en el hermoso ensayo sobre “El narrador”. Para Escobar, entonces, hay tres instancias inter-relacionadas: aura, ritual y comunidad. Al contrario del aura fetichizada por la tradición iluminista, el aura ritual se asienta en un sujeto colectivo y es de emergencia popular.
En este momento, es todo este universo del aura ritual el que está en interdicción y no desde la secularización, como pensaba Benjamin, sino desde la profilaxis de los sentidos. ¿A dónde voy? Al streaming. La visualidad que supone reduce ese ritual que es multimedial (compuesto de música, baile, color, espacialidad) al universo de las pantallas; en esa no-espacialidad de ventanas superpuestas (la de la plataforma del trabajo, la del homebanking, la del ocio, la de los afectos, la de la literatura, la de las noticias), la multimodalidad queda aplanada. Con ello, la pantalla opera un aplanamiento de la misma percepción que, ya sin escenario ni dimensiones, se contiene en lo ocular; y –sabemos– el ocularcentrismo ha sido pilar de la hegemonía patriarcal-capitalista de la modernidad, por sobre otras percepciones. “La pantalla como profiláctico de la mirada –escribe Remedios Zafra en Ojos y capital antes de prever este aciago 2020– evita el malestar antiguo de fagocitar a la cara la intimidad de la gente”.
La particularidad de la actual hegemonía ocularcentrista dirige esa centralidad de lo visual hacia una “imagen sin carne” –sigo a Zafra– que disuelve las formas de lo comunitario en pos de una valoración basada en lo cuanti (los likes, las reproducciones, las visitas, etc.) para mensurar y capitalizar lo visual; y opera –en consecuencia– como velo digital de la precariedad material. De hecho, dentro de la misma experiencia visual lo digital radicaliza una limitación. Actualmente el músculo del ojo pierde (está perdiendo en los grandes centros urbanos) el ejercicio de ver, por ejemplo, el horizonte, otro de los elementos constitutivos –como explicó Hito Steyerl– de la percepción moderna occidental.
Mi dios no juega dados
En definitiva, de lo que sí podemos estar seguros es que el entusiasmo del Benjamin (y del Brecht, su mentor en esto) de los treinta por la técnica no se puede asumir ahora sin multiplicar los recaudos. La virtualidad, como todo lo que hace a la tecnificación del arte, es un recurso susceptible tanto de profundizar la extrañeza poética del símbolo, como de contribuir a la estetización de la mercancía. Ticio Escobar diría que es el agenciamiento político del sujeto, en su rol activo, participante, militante y colectivo, el que marcaría la dirección entre ambas potencialidades, evitando así la pasivización ante el dios o el fetiche de turno que el mercado sugiera. La técnica es, en definitiva, territorio de disputa. De hecho, hay algo del artesanado popular, en ciertas apropiaciones lo-fi de la tecnología, como explicó Nancy Gregof en este mismo portal y como aplicaron las C.C.C.P.
Ahora bien, a diferencia del proyecto de C.C.C.P., en el que hay un valor agregado en la intención de reinstalar un sujeto colectivo –así sea ensamblado– en contexto de aislamiento, esta cuarentena también nos legó ejemplos de re-auratización conservadora, como la que el mercado hizo con la estetización de la mercancía. De hecho, una re-auratización en esa lógica es lo que pudimos ver en el vivo por YouTube de Los fundamentalistas del aire acondicionado. En este caso, la multiplicación de la imagen de Carlos Solari, difuminada como la del Coronel Kurtz de Brando y en una instancia diferenciada (¿superior?) del resto de los músicos, fue inquietante y da cuenta de un ritual remoto en el que la distancia es lejanía jerárquica: una misa sin feligresía, pero con la presencia difusa aunque certera de la deidad. Obviamente, no es solo la virtualidad la que genera este efecto, pero hay una decisión estético-política previa que el recurso potencia.
Nadie escribió esto, no tenemos marco teórico para lo que estamos viviendo, mucho menos para los envases poético-musicales que de ahora en más resulten. Tal vez sea prematuro, en este mundo huidizo, prever qué deparará este extrañamiento del cronotopo del ritual. Zafra propone una apropiación de la tecnología basada en la demora de la percepción, la exacerbación de los sentidos y en la conciencia de sí. Un ritual a ciegas necesariamente contrarrestaría la cuantificación visual con una dimensión más integral de lo corpóreo. Pues si hay un límite posible para la fantasmagoría ideológica es el del cuerpo. Hoy más que nunca, rodeados por la muerte, tenemos sobre nosotros las consecuencias de la lógica predatoria del capital. Ante el cuerpo roto, se sacude el velo de la ideología; en contraposición, ante los espasmos del deseo, también puede suspenderse transitoriamente su influjo reificante. No se deshace la atadura ideológica en una expresión efímera, pero si el carácter de-velador del arte nos enseñó algo en esta modernidad mal vivida es que habilita un sendero para hacer del goce, de la epifanía que produce y se multiplica en contexto ritual, un acto y una conciencia.