La maternidad al palo: Crítica de “Andá a lavar los platos”
Por Lea Ross
¿Cómo filmar el ahora? O más bien, ¿cómo hacer cine desde el ahora? Lo urgente se confunde con lo apresurado. Y eso relega que otras plataformas audiovisuales (televisión, youtube, redes sociales), caracterizadas por la economía de la practicidad, adquieren ser los únicos legítimos en encarar una problemática del presente. Quizás, ciertos fenómenos como la denominada “ola verde” empuje particulares enfoques a determinados hechos de la actualidad que, en algunos casos, adquieren su peso cinematográfico.
Andá a lavar los platos, la ópera prima cordobesa de Bahía Flores Pacheco y Natalia Comello, hace referencia al paro de colectivos de mayor duración de la década que tuvo la ciudad de Córdoba. Pero su rareza está en que sus protagonistas son mujeres obreras, ninguneadas por las pantallas que privilegian a la juventud y a quienes ejercen el profesionalismo académico. Pero aquí también son madres, o “guerreras”, como se categoriza desde la jerga militante a aquellas que ponen el cuerpo bajo la tutela de la maternidad. Pero que en este caso, ejercen su derecho al trabajo.
La película no tiene referencias en cuanto a fechas y nombres propios, ni siquiera una seguridad que exista algún orden cronológico de las secuencias. Solo se fía por las palabras que aparecen en los diálogos. Un plano nadir de un tendido eléctrico, que permite el paso de un trolebús, adquiere su significado al chocar con una serie de fotografías, todas analógicas. Una secuencia que es inicial y no menor: esas líneas mantienen la inercia contra el tiempo. El oficio es también prosapia. Incomprensible, o por lo menos imperceptible, por parte de la habitación clasemediera.
Érica, Susana y Viviana son parte de quienes manejan los trolebúses con predominancia femenina. Pero a la vez, las que más resultaron afectadas por los despidos contra un sector más amplio del transporte público, predominantemente masculinizado. Aquí no hay indagación sobre los detalles de interés periodísticos del conflicto, más que unos archivos televisivos para explicitar el descontento sobre el tratamiento del mismo. Casi todos los registros giran alrededor de una gran carpa blanca, instalada al lado de la Municipalidad, cuya perseverancia se mantuvo por más de un año.
Pacheco y Comello optaron por no profundizar el galopante espacio temporal que superó los doce meses, sino en enfocar la adquisición del costumbrismo a la hora de habitar ese espacio de resistencia. Si bien los diálogos resultan ser demasiados oportunos para la trama, poniendo duda sobre la improvisación del mismo, el costado materno de sus protagonistas permite ejecutar una creatividad no tan presente para el ejercicio varonil sindical tradicional.
Si bien la soledad es un espectro que parece irradiar desde adentro de esa carpa, tanto la cámara como el micrófono registran la esencia misma de esos objetos, como construcciones propias de un proceso colectivo, desde el plano general de la misma hasta manejar una garrafa, ya que son registradas desde una posición fija que permiten dimensionar el resultado de una lucha, imposible desde un acto individual.
Hay incluso factores sorpresa, donde la precisión en cuanto a la localización temporal se expone en el final de algunas secuencias. Desde planos detalle de tapitas de gaseosas de distintos colores, cuyo destino nos revelará una fecha festiva conocida, hasta el intento por poner un cartel, que nos ofrecerá el número de días que lleva esa carpa de a pié, son ejemplos que exponen una precisión narrativa subterránea.
Andá a lavar los platos es un filme que recupera y recuerda el rol de un sector de la sociedad, como es la obrera, que pone en funcionamiento aquel enorme espacio complejo llamada ciudad, donde ciertas criaturas toman el volante para hacer justicia, frente a un espectro mediático que legitima la plusvalía.