Bolivia, Marx y veganismo
La primera vez que visité Bolivia fue en el año 2005, cuando como regalo por mis quince años mi papá me llevó de Tucumán a Machu Pichu en un viaje maratónico en el que fuimos y volvimos en una semana (porque eran esas todas las vacaciones que tenía en la empresa privada en la que trabajaba). Quizás mi recuerdo haya ido mutando con el diario de ayer, pero en las radios, las teles y las calles se hacía evidente que Evo iba a ser el próximo presidente.
Entre diciembre del 2003 y marzo del 2005 el dólar pasó de valer 7.60 pesos bolivianos a 8.00 (su valor más alto en las últimas dos décadadas, que desde agosto del 2009 se mantiene por debajo de 7.00 bolivianos). Por su parte, en Argentina, el dólar aumentó lentamente desde 2.93 pesos argentinos en diciembre del 2003 a 3.11 en septiembre del 2008.
Haciendo la cuenta con esos números obtenemos que un peso argentino equivalía a 2.50 pesos bolivianos; sin embargo, dado que existe un precio para la compra y otro para la venta, esa transformación no es lineal. Con un peso argentino, en 2005, te daban 2.80 pesos bolivianos. En esos 0,30 de diferencia se expresan una complejidad de relaciones económicas entre Bolivia, Argentina y Estados Unidos y la confianza de la gente en la moneda, poniendo en evidencia una verdad muy simple: oh casualidad, siempre es mejor el tipo de cambio cuando cambiamos dólares por bolivianos o dólares por argentinos. Esto es: aún cuando el peso boliviano lleva quince años siendo más estable que el dólar, la gente dificilmente elige ahorrar en bolivianos.
El valor de la moneda no necesariamente expresa la superioridad económica de un país por sobre otro. Si por ejemplo mañana saliera un nuevo peso argentino igual a 1000 pesos argentinos actuales, el nuevo peso argentino pasaría a valer más que el dólar; y sin embargo, la equivalencia de nuestro salario en términos de insumos alimenticios sería exactamente la misma (pues los precios cambiarían en igual proporción). Como es evidente estudiando la complejidad de la economía argentina de las últimas décadas, no alcanza con analizar el valor numérico de una moneda respecto a otra, o incluso respecto a sí misma, para deducir la situación económica de un Estado-Nación. Un ejemplo: si una inflación del 100% anual se correspondiera con una inflación del 100% en los sueldos, la inflación no sería un problema (más allá de la dificultad para saber cuánto vale cada cosa en cada año). Lo realmente importante para une trabajadore asalariade es que su sueldo crezca más rápido que la inflación.
Volviendo a aquella visita a La Paz del año 2005, lo concreto es que muchas cosas salían mucho más baratas. Las Pringles, por ejemplo, que en argentina eran una delicatessen, en Bolivia se conseguían en la calle por un tercio de lo que salía en los supermercados argentinos. Y lo mismo con la comida de los restaurantes y las habitaciones en los hospedajes, costando menos de la mitad que en Argentina.
Mi segundo viaje a Bolivia, también camino a Machu Pichu, lo hice en el año 2010 con ocho varones, muchos de los cuales hoy votan a Bullrich. Influenciada por la xenofobia que en ese entonces invadía mis círculos de amistades, parábamos en hoteles caretas y nos reíamos de la idioscincracia boliviana. Tras la explosión de la burbuja financiera del 2008 de Wall Street, el peso argentino obtuvo el decrecimiento acelerado que conocemos bien. Entre 2005 y 2010 el dólar pasó de 3.00 a 3.50 pesos argentinos, mientras que el cambio con Bolivia que antes era 1 a 3, pasó a ser 1 a 2. Notemos una vez más que la relación no es lineal: mientras que el dólar aumentó un 14%, el peso boliviano aumentó un 33%. La explicación es que mientras que la crisis del 2008 redujo el valor del dólar y perjudicó al peso argentino (atado al dólar por las relaciones comerciales), la economía boliviana bajo la presidencia de Evo, mucho más autónoma que la de la gran mayoría de los países, se mantuvo en crecimiento. En otras palabras, en 2010, Bolivia ya no se sentía tan barata como en 2005.
Catorce años más tarde (enero del 2024) vuelvo al territorio plurinacional siendo una persona completamente distinta. Sólo uno de esos ocho varones hoy sigue siendo mi amigo y ya no tolero en mis círculos a nadie que sea ni remotamente xenófobo. Más ún, si mañana el demente de Milei iniciara una guerra contra Bolivia, no sólo desertaría, sino que hasta me uniría a las líneas bolivianas. ¡Qué lindo sería anexar Jujuy a Bolivia! Que el Litio quede en manos del Movimiento al Socialismo boliviano y no de Elon Musk. Si tanto les molesta a los liberidiotas la inflación, bien podríamos anexar todas las provincias a la plurinación bolivariana, que lleva casi dos décadas manteniendo sus precios constantes.
Esquivando un poco la ruta de turismo blanco (Villazón-Tupiza-Uyini-La Paz-Copacabana), propongo a la amiguita con la que viajo que vayamos a Tarija, a 200 km al noroeste de Villazón. Para cuando llegamos a la frontera el colectivo a Tarija ya ha salido y el próximo parte recién a las nueve de la noche, lo que implicaría llegar al camping en un taxi a las cuatro de la mañana. En la parada de los preciosos minubuses japoneses que abundan en bolivia una señora de la Quiaca que estaba con su hija camino a visitar unos parientes en Tupiza nos recomienda hacer ese camino de noche, para no ver lo cerca que pasan las ruedas del abismo al costado de la estrecha ruta. “Ni los pedazos de los camiones caídos”. Si la señora tenía la intención de asustar a esta travesti, lo logró.
Todavía con las mochilas encima volvemos a la plaza principal y en la terminal vieja un taxista nos ofrece viajar a Tarija por 100 bolivianos cada una (contra los 40 que costaba el bus). La verdad es que entre el miedo que me instaló la quiaqueña, el recuerdo de un taxi que recorría rápidamente un sinuoso camino abismal en 2010, y especialmente por el bolsillo, optamos por hacer noche en Villazón y salir en el bus la mañana siguiente.
9 de cada 10 lugares de comida venden pollo frito como menú principal. Recorremos varios hasta que en uno encontramos arroz y papas fritas como guarniciones. Pedimos que nos armen un plato con eso y lo compartimos por 10 bolivianos (unos 1200 pesos argentinos). Aprovechando el wifi encontramos un hostel donde pagamos 80 bolivianos la habitación doble (9600 argentinos). Hay bastante olor a pis y pasamos la mayor parte de la estadía sin agua. A veces lo barato cuesta caro, pero la verdad es que no estaba en nuestros planes dormir en camas. Nuestra intención era llegar al hostel de Tarija y tirar la carpa por 25 bolivianos cada una. Por la noche, tras otra larga búsqueda en la que sólo encontramos una pizza individual por 35 bolivianos, volvemos al lugar del mediodía y repetimos el menú de arroz con papas fritas. En el hostel nos tomamos cuatro latitas de Schneider a 6 bolivianos cada una.
Antes de subir al colectivo camino a Tarija nos enteramos que serán seis horas sin baño. Pagamos 1 boliviano cada una para hacer un último pis en el baño de la terminal. Al parecer no se acostumbra dar propina al maletero, pero se nos pide que paguemos 2 bolivianos por el uso de la terminal.
La primera hora de viaje es recta y recién al entrar en la cordillera empiezan los abismos zizgueantes. Se ven muchas cruces al costado del camino (como en todos los caminos de montaña) y sí, efectivamente, vemos los restos de un camión; sin embargo la emoción por el paisaje y la total ausencia de miedo de mi amiguita me ayudan a relajarme y hasta logro dormir un rato, confiando en que las estadísticas hacen improbable que justo nos toque morir a nosotras (lamentablemente no puedo decir lo mismo de la vuelta, en la que volviendo sola me costará mucho no pensar en la posibilidad, aunque sea remota, de una caída).
Al terminar las tres horas de terroríficas y preciosas curvas abismales, el colectivo hace una parada en un hermoso pueblo de 6.000 habitantes llamado Yunchará. Lo primero que vemos al llegar son algunas de las 730 hectáreas que (según Wikipedia) se cultivan en el pueblo (1200 metros cuadrados por persona). El colectivo estaciona en uno de los dos restaurentes que hay sobre la ruta. Lo primero que llama la atención de Yunchará al verlo desde la altura es una hermosa cancha de fútbol 11 cuyo pasto no tiene nada que envidiar al del Gigante de Alberdi. En la puerta de ambos bares hay cholitas vendiendo empanadas y una vianda que por 10 bolivianos trae un huevo, granos de maiz, queso de cabra y carne de llama. Todas las comidas que se venden tienen carne.
La única opción que encuentro sin carne son unas galletas óreo, a 5 bolivianos. No puedo explicarles lo estúpida que me sentí al comprarlas. Yo que tanto evito los supermercados (especialmente los internacionales, tipo Carrefour) y que trato siempre de no consumir productos industriales, estoy parada junto a la fanstasía comunista con la que sueño y no se me ocurre mejor idea que invertir en un producto industrial que encima contiene aceite de palma, causante de enormes deforestaciones y monocultivos en África. Mi amiguita, mucho más flexible que yo en términos alimenticios, compra la vianda de 10 bolivianos aunque no planea comerse la carne. Y entonces yo, como un acto de rebeldía contra mí misma y contra un movimiento que supuestamente busca la reducción de tortura animal, me como la llamita. Mal que le pese a algunes veganes, estoy convencida de que en ese contexto era más antiespecista comer la carne que comprar las óreos.
En mi cálculo de 400 metros cuadrados de huerta por persona para asegurar la subsistencia (que en Yunchará es 1200 porque una parte se comercia), no contemplé la posibilidad de comer también animales que pudieran pastar libremente en los alrededores de la comuna. Lo hice para simplificar el debate, pero la verdad es que no tengo grandes dilemas morales con dar muerte a una llama libre para alimentar a un grupo de personas, de la misma forma que no juzgo a un puma por hacerlo. Lo que sí juzgo con alma y vida es la tortura, superproducción y desequilibrio ambiental producido por el sistema de producción de carnes capitalista.
Al llegar a Tarija leo en Karl Marx, Ilusión y Grandeza (Gareth Stedman Jones, 2018):
[C]omo Karl hacía notar siguiendo a Hegel, la religión de la India era «a la vez una religión de la exuberancia sensualista y […] de un ascetismo mortificador de la carne». Ante todo, tales comunidades «sometían al hombre a las circunstancias exteriones en lugar de hacerse soberano de dicha circunstancias». Era este «culto embrutecedor de la naturaleza» lo que explicaba la adoración «al mono Kanumán y a la vaca Sabbala».
Y veo en ese desprecio de Marx ante la adoración y el respeto por la naturaleza, en pos de un supuesto “progreso” (que en su defensa en aquel momento todavía no era tan destructivo como el capitalismo actual) gran parte del problema de la militancia de izquierda que, por un lado, pretende construir un Estado centralista, desconfiando de las capacidades de los pueblos para generar autonomía y, por otro, ven a la lucha del veganismo como “un problema burgués”, como si la industria de la carne no fuera la más capitalista y destructiva de todas (más del 80% de los cultivos de soja se destinan a la ganadería). Como si luchar contra la tortura animal industrial implicara criticar a una cholita que vende la llama que su familia crió, cuidó y que, con sus propias manos respetuosas de la naturaleza y el equivilibrio ecológico, eventualmente mató.