Consumo postcapitalista
Por Yunga
Imagen de portada hecha con IA mediante Grok/X.
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” dijo Žižek parafraseando a Jameson y la frase condensa la proliferación del homo oeconomicus (Foucault), la invación de una racionalidad neoliberal (Wendy Brown) y la claustrofobia de este realismo capitalista (Fisher). Nos sentimos cautivos de una entidad abstracta y unidimensional que ni siquiera ese 1% que supuestamente controla el mundo sabe manejar (como quedó demostrado con la explosión de la burbuja financiera del 2008). “No hay futuro”, decimos, demasiado ansioses y demasiado cansades como para imaginar una alternativa. Nos hemos resignado a esperar el milagro o la catástrofe. Un virus zombie, un meteorito, una bacteria que se coma el plástico y cague sanguchitos de miga, un presidente socialista que no nos traicione, etcétera. La llama de los sesenta y comienzos de los setenta que una vez nos hizo creer que una salida colectiva era posible, se extinguió, y en su lugar encontramos soledad y narcisismo, sintiéndonos lo más importante del mundo y al mismo tiempo la nada nisman.
Cuando la crisis ecológica era todavía joven, surgieron movimientos ecologistas que invitaban a las personas a reciclar como una forma de cambiar el mundo. Pronto el capitalismo hizo eso que sabe hacer tan bien y se apropió del discurso, volviéndolo superficial e invirtiendo el sentido de la responsabilidad: no es la contaminación empresarial el problema, sino vos, que no separás el plástico y que mmm… te encanta McDonalds. Y nosotros, obviamente, reaccionamos con nihilismo porque sabíamos que no era cierto: desaparecer todo el plástico del mundo no va a evitar el fin del mundo.
Y sin embargo yo, optimista empedernida, me pregunto: ¿Y si de hecho fuera posible detener al capitalismo a partir de un cambio en los hábitos de consumo individuales? Si algo está claro del último medio siglo es que nos está costando mucho organizarnos contra los abusos del Capital. La lógica partidaria generó una crisis en la representatividad política, conduciéndonos a este presente en el que la mitad de la clase trabajadora elige al primer monigote que proponga cambios radicales, a cualquier costo. No queremos seguir esperando los tiempos lentos del Estado de Bienestar peronista, ni estamos tampoco dispuestes a ir a una guerra civil para terminar con un Boric traicionero. No tenemos tampoco energía para asambleas eternas para cambios mínimos, rápidamente revertidos por un capitalismo cada vez más feroz. ¿Qué podemos hacer entonces? Bueno, esta nota busca condensar algunas de las propuestas en las que vengo pensando en relación a hábitos de consumo que, si bien son decisiones individuales, si lograsen alcanzar un nivel masivo, podrían tener enormes repercusiones.
I. Alimento. Resistir la tentación de ir al super. Ese 20% que te ahorrás es el anzuelo que nos ata al monopolio de los supermercados, a quienes les damos entonces el poder para negociar con productores y gobiernos, fijando precios altos y calidades bajas en condiciones de explotación y (lo más grave) redireccionando el plusvalor hacia sus accionistas: cripto bros, hijos de ricos, que usan ese excedente para comprar camionetas grandes, vivir en countries y viajar a Europa para coger con rubias arias. Un poco esto ya lo sabemos todes, ¿no? Pero al igual que con el plástico, nos hemos convencido de que nuestro consumo individual no mueve el amperímetro del Capital. Y sí, estoy de acuerdo, por eso es que no sólo no voy al super, sino que milito no ir al super.
Me parece importante no caer en una radicalización ideológica si queremos que esta transición sea masiva. Si un domingo nos olvidamos de comprar la lechuga para la ensalada y no hay una verdulería abierta en kilómetros, podemos hacer una que otra excepción, siempre y cuando transformemos nuestro consumo cotidiano. Lo mismo vale, por cierto, para el consumo de carne. Ya casi todes sabemos lo costoso que es para el ambiente, pero al tratarse de un tema tan sensible (pues involucra valores éticos que nos cuestan las burlas del tío-fan-del-asado) un buen primer paso es aprender a disfrutar de unas ricas verduritas para al menos minimizar el consumo.
Este énfasis que aquí pongo en los supermercados vale por supuesto también para las cadenas de panaderías (La Celeste), de cocina (McDonalds, pero también El Club de la Milanesa), cafeterías (Havanna), heladerías (Freddo), etcétera. Imaginemos por un momento un mundo en el que nuestros alimentos pasen de las manos del productor a las de la persona o cooperativa que cocina, ¿Qué lugar habría para los males tercerizadores del capitalismo? Ni siquiera hace falta renunciar al “Mercado”, ni a las “Acciones”, ni a la “Cotización en bolsa”, sino que en lugar de un puñado de empresas multinacionales, los cripto bros podrían invertir (es decir, apostar) en cooperativas atendidas por sus dueñes.
Por supuesto, es probable que esta imagen “anarcoprimitivista” del mundo sea irrealizable, pero el sólo hecho de hacer esa transición en nuestro consumo ya reduciría (diría yo) fatalmente el poder del Capital.
II. Herramientas. No es cuestión de prohibir. Gran parte del problema de las izquierdas para convencer a la gente de su visión de mundo tiene que ver con que nuestro deseo está atravesado por el capitalismo. “Dicen ser anticapitalistas pero usan Iphone” condensa mucho de esta idea. Como casi todo lo que nos gusta fue producido por medios capitalistas, concluímos (erróneamente) que entonces un futuro postcapitalista no tendrá placer (la típica imagen de un comunismo gris y burocrático). Nada más lejano del futuro hedónico con el que fantaseo. De hecho, me parece bastante obvio que la explosión tecnológica de los últimos años tiene mucho más que ver con la cantidad de gente involucrada en la creación de tecnología, que con “la competencia perfecta” que vende el neoliberalismo. Para llegar a ese futuro utópico es necesario negociar. Comprendo perfectamente la satisfacción de usar un Kindle o un termo Stanley. No renunciaría a ese deseo en pos de una radicalización política, porque además entiendo que si bien esos productos contienen una explotación y producen un aumento en la desigualdad, son también conquistas tecnológicas que pertenecen a la humanidad que con todo derecho queremos disfrutar e incluso utilizar en contra de quienes las usufructan. De nuevo, es una cuestión de balance. O mejor: de tenerlo presente.¿Necesito esa remera que viene de España? ¿Por qué quiero que mi cuchillo sea brasilero? ¿Realmente elijo que a mi ibuprofeno lo produzca Bayer-Monsanto? Esas pequeñas decisiones que involucran googlear o leer una etiqueta antes de hacer una compra (como tan acostumbrades estamos las personas veganas) son las que a mí entender producirían la toma de conciencia de la que habla Fisher en sus clases. No basta “darse cuenta” de que el capitalismo nos explota (pues la ideología ya está metida en nuestros deseos y nuestros hábitos), sino que para transformar la sociedad es necesario primero sabotear activamente la lógica de consumo automatizada.
III. Trabajo. En Bullshit Jobs: A Theory (2018) el antropólogo David Graeber propone que la mitad de los trabajos son “trabajos de mierda” (bullshit jobs) que el sistema capitalista supo inventar para evitar el desempleo y la crisis que hubiera producido la automatización de las tareas manuales que nos llevaron a este post-fordismo. Utilizando clasificaciones como “les marca-casillas” (burocracia inservible), “les parchadores” (soluciones temporales a problemas a largo plazo), “les lacayos” (recepcionistas y secretaries destinados a dar prestigio a una persona o institución), “les capataces” (quienes crean trabajo extra a quienes no lo necesitan), Graeber analiza los cientos de testimonios recibidos cuando unos años antes publicó Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda (2013), escrito en base a una encuesta realizada en el Reino Unido en el que el 40% de les trabajadores afirmaron que su trabajo no tenía sentido o no aportada nada valioso a la sociedad.
El texto de Graeber tiene como finalidad hablarnos de las implicaciones emocionales que tiene en las personas dedicar la mayor parte de sus días a una actividad que consideran inservible, pero ahora gustaría que pensemos en su vínculo con el consumo. Para empezar, algo muy simple: el gasto en nafta. Si bien la mayoría de la contaminación la produce el circuito absurdo al que sometemos a los alimentos (enviar soja a China y traer Oreos de Estados Unidos), hay también una contribución significativa en la energía (humana y no humana) que invertimos en ir todos los días a trabajar. Atado a ese gasto, viene la escasez de tiempo que produce, que nos lleva a tener que solucionar la alimentación con las opciones veloces producidas por el capitalismo (casi siempre destructivas, en términos humanos y no humanos), como pedir una hamburguesa por Pedidos Ya.
¡Necesito mi trabajo! dirán con mucha razón las personas que quizás también dijeron ¡No tengo tiempo para ir a comprar verduras al mercado y cocinar! Hay un alquiler que pagar, quizás hijes que mantener, el seguro del auto, la obra social, cuotas de la tarjeta, nafta, etcétera. El consumo postcapitalista no puede ser un mandato, como lo fue el reciclaje del plástico en sus comienzos, sino una política pública. Lo que aquí planteo tiene una primera instancia individual, que consiste en tomar consciencia de los cambios a corto plazo que nos liberarían de las cadenas del Capital, pero su misión final es permitirnos repensar el Estado en esos términos. Una organización de las tareas más eficiente que cualquier “mano invisible”.