Crítica a “Bixa Travesty”: Geografías de los cuerpos
Un bello y transgresor documental sobre las nociones y autopercepciones de los cuerpos, repleta de imágenes incomodas tanto para el conservadurismo como una parte de la progresía.
Por Lea Ross
¿Hay alguna mejor manera de fundamentar la tesis “lo personal es político” que con una realización audiovisual? Dentro de lo político, se exige resultados que sean tanto visibles como escuchables, es decir, que puedan exponerse con imagen y sonido. En cambio, lo personal sería todo aquello que queda fuera del campo audiovisual, oculto en cuatro paredes. Por lo tanto, cambiar esa división de posiciones geográficas requeriría un cambio de subjetividad más trasparente; al final de cuentas, en una película, la posición política la define la posición de la cámara. El documental Bixa Travesty, dirigido por Kiko Goifman y Claudia Priscilla, apunta a un salto geográfico sobre el ámbito público-laboral de una reconocida artista multifacética como Linn da Quebrada (lo político), para luego meterse en sus ámbitos más íntimos (lo personal), donde la barrera entre lo público y lo privado se diluye.
En el comienzo de la película, vemos a la protagonista arriba de los escenarios con micrófono en mano, como así también hablando en un estudio de radio frente a la cámara. Sobre ese segundo ámbito, su exposición oral es notablemente radiofónica: habla en segunda persona en plural, armando recurrentes oraciones interpelativas. Pero su mirada fija, el micrófono y el fondo permiten que eso exceda a una cuestión de radiofonía pura, al permitir una sensación de encierro, generando una mayor inconformidad para “los hombres” o “los machistas”, en particular cuando Linn les habla de sus tácticas y del uso de armas.
Dentro y fuera de la radio, los planteos e intercambios que se realizan los personajes suelen ser concisas, reiterativas, casi redundantes, por momentos entre contradictorias e irónicas. Pero la obra no depende de la propia lógica informal de un discurso.
La transición de una performance en penumbra puede terminar en un corte directo para llevarnos a una contrastable cocina de color blanca. Por el contrario, en una posterior secuencia, una de las escenas de la radio pasa a una compaginación de fotografías que nos traslada a la habitación de una amiga, cuya computadora tiene guardada esas fotos. De este modo, el documental se aleja de ser un mero registro de intervenciones musicales para pasar a tener una subjetividad más microscópica, intimista, incluso en el interior de un hospital.
Es así que tanto en la calle como en una sala de internación (Linn se sometió a una quimioterapia por un cáncer de testículo), la película explaya una seguidilla de recurrentes imágenes transgresoras, desde pintarse los labios en el vidrio de un patrullero de la policía, hasta desnudos que se bañan pegados sin importar los lazos familiares o de amistad.
La noción de cuerpo es la bisectriz que atraviesa a toda la película, pero no por eso deja a un lado ámbitos de conocimiento de los más diversos. La duda sobre la construcción de subjetividades entre el centro y la periferia de una gran ciudad, como la posible relación “matemática” entre la quimio y el cáncer, son ideas dispersas, que quizás no duran lo necesario como para profundizar, pero si por lo menos un mínimo espacio para garantizar otros pasajes que garanticen un toque de humor.
Ese es el eje central estético/ético de la película: para amar esos cuerpos, los cuerpos deben amarse a sí mismas. Por eso la película es hermosa, porque aún en desgracias clínicas, no hay manera que surja algo bello si los personajes no se aman así mismos. Y de ahí radica el costado político: es básico tener dinero para comer, pero también para verse bella.
Transgresora, ruidosa e inquietante, decir que Bixa Travesty es una película que lucha desde una trinchera contra una gestión homofóbica y racista como la de Bolsonaro es tanto una obviedad como una proyección corta. La progresía que afirma defender la lucha por la diversidad de género, de la boca para afuera, posiblemente se sienta incómoda frente a algunas imágenes, muy poco recurrentes en el circuito audiovisual. Es así que una simple pija pintada con un lápiz labial responde a inquietar a un poder político-económico y social que no se traduce solo en una gestión gubernamental, sino también en sus respectivos ámbitos domésticos. Ese poder no necesita ser filmado, porque es el costado personal de muchxs que miran la película, que se sienten invadidxs por la mirada de esa travesti marica, que les está hablando.