Cuando las calles continúan en un cumulonimbus
Una crítica a la película cordobesa Sobre las nubes, de María Aparicio
Por Lea Ross
Unos pocos años atrás, al cine cordobés contemporáneo se lo señalaba, críticamente, por su autorreferencialidad, ya sea porque sus personajes poseían rasgos coincidentes con quienes están detrás de cámara, o por su escaso buceo espacial en el que fluyen sus narraciones, incluso llegando a estar encerrados en un microcosmos habitacional, ubicados en algún lugar de la zona céntrica capitalina. De Sobre las nubes se puede englobar dentro de esa supuesta cualidad cordobesista. Pero el nombre de María Aparicio remite a un largometraje anterior llamado Las calles, donde ésa película “cordobesa” se filmó en un pueblo patagónico, siendo uno de los pocos filmes, a nivel mundial, donde el aula escolar no es representado como un ámbito opresivo, o una capsula de contención de relaciones violentas, sino una oportunidad para “abrirse” y ser ocupado por una entidad tan difusa llamada pueblo.
El punto que converge Las calles y Sobre las nubes es un cierto halo esperanzador, aún cuando María opta por aferrase los pies sobre sus tierras. En esa ciudad céntrica de Córdoba en blanco y negro, donde las nubes que promete el título solo ocuparían unos tres minutos o menos, toca una fibra altamente sensible en estos tiempos, pero siembre universal y de definición histórica, como es el trabajo. Las cuatro historias (o más) se presentan y se cruzan: un desocupado, una empleada de salud, otra de una librería y un cocinero de un bar se convergen con otros personajes secundarios, y todo bajo el resguardo de planos fijos. Habrá un momento donde la cámara salga de su eje, donde se suman una artista callejera y una policía.
En ciertos momentos, se esculpa el tiempo (perdón, Tarkovsky) con una precisión escénica, aún siendo paisajes naturales, que eleva su lírica visual. A fijarse en un plano general donde un padre y una hija están en la parada de un colectivo (¿en la Ciudad Universitaria?), donde aparece identificada un tercera personaje, mientras la menor sostiene un llamativo globo. Quizás, a los amantes de Hayao Miyazaki les rememore una escena central de Mi vecino Totoro. No es para menos: la supuesta liviandad de una trama costumbrista adquiere un apogeo poético en ascenso a lo cumulonimbus.
Y es que María Aparicio expone un optimismo aferrado a una ternura a sus criaturas, facilitada por un elenco que sintetiza su ejercicio actoral con solo una calibración facial. Pero lejos de poseer una inocencia ramplona, la noción de trabajo siempre es enmarañada en una puesta en jaque atravesada por sus tramas: la impotencia de no tenerlo, la baja expectativa de progresar, su complementariedad con el ocio, el ocio forjando una identidad por encima del trabajo. No hay una orden moral a obedecer, ni tampoco un superfluo excepticismo.
Sobre las nubes se pregunta y se indaga en los tiempos que les tocó recitar. Tiempos donde un salario formal ya no garantiza una canasta básica. Lo digno ya no se consigue por el mero esfuerzo individual. Es posible que ese género tan rentable desde el mainstream como es la de “vidas cruzadas” permita hallar algún salida. Pero ni siquiera en el afán de contrariar un patronazgo, o una intermediación sindical. Es en el contacto con la otredad que rememora una clave que no sea solo la de sobrevivir, sino también la del goce por vivir. La película lo logra. Y no es menor, donde la heterogenidad de la clase trabajadora cercena el apego al otro.
Afinidad escénica, narración fluída y claridad política. Con eso y más, basta para ser una de las mejores películas que se haya hecho en nuestros pagos y en nuestros tiempos.