Cuando los fotogramas tienen sexo
Desde Córdoba, la película Las ausencias, de Juan José Gorasurreta representa sus inquietudes biográficas que van desde lo político a lo sexual.
Por Lea Ross
El cine siempre tuvo una atracción orgásmica por los trenes, desde el asombro en un corto de los Lumiére hasta la picardía de algunas obras de Alfred Hitchcock. El movimiento ferroviario es la unión entre el progreso y la nostalgia, de avanzar como costo de algo que queda atrás, de lo rural a lo urbano, lo tradicional a lo moderno, como lo representan John Ford o Yasujiro Ozu, aún con sus distancias oceánicas.
En Las ausencias, el realizador Juan José Gorasurreta, figura clave del parto de la cultura cineclubista en la ciudad de Córdoba, toma las estaciones de su vida que van desde su infancia hasta alrededor de finales de los años ochenta. Nació en 1948, el mismo año que se había creado la empresa estatal Ferrocarriles Argentinos. Con ese paralelismo, lo biográfico y lo histórico se ensamblan con transiciones de registros a cielo abierto con movimientos erráticos, como si se registraran con una Super8 desde un vagón en marcha.
Cuando lo frenético no aparece, se contemplan algunos archivos de otras épocas, casi en orden cronológico. En los años cincuenta, veremos la proclamación de un pueblo para que Eva Perón sea candidata a vice del General. Pero una elipsis temporal imperceptible, nos lleva a que esas mismas masas estén a oscuras y porten velas en sus manos, proclamando por la salud de su santa mortal. Una decisión estética muy curiosa, que se contrapone con la llegada de los años setenta, donde la ronda de las Madres de Plaza de Mayo son retratadas, nuevamente, por la perspectiva-ferroviaria en movimiento.
En ese avanzar, sabemos que no protagonizó hechos relevantes de la vida política; de hecho, estuvo hospitalizado cuando ocurrió el Cordobazo. Pero en ese avance, se contemplan las tensiones personales y las inquietudes íntimas. Como la entrada de un ferrocarril que se mete en una cueva, como quien alude al coito, las curiosidades sobre la sexualidad exceden al período infantil. En breves animaciones en blanco y negro, las dudas sobre el pito y la memoria sobre escenas fílmicas con mínima carga erótica, remontan sobre el rol de las imágenes cinematográficas al pretender esculpir nuestro propio tiempo. No es solo la manera de interactuar y conocer los cuerpos, sino el cómo esa interacción puede poner en vilo nuestras normas, como la acotación sobre un hecho de censura “homofóbica” en un ciclo dedicado a Nagisa Oshima.
Las escenas extraídas de otras películas son relativamente extensas, y no todas están en la cúspide de los manuales de Historia. Como si hubiese una predisposición de que la memoria abarque aquellos filmes secundados en alguna recóndita página (no hay ninguna de Pasolini, por ejemplo, aunque sí tendrá su presencia en una biblioteca). Pero también, es como si se pretendiera mostrar esos ejemplos como baluarte de aquello que la moralina conservadora ha querido dejar fuera de cuadro, como así también la paquetería por izquierda.
Superado los 70 años de edad, Las ausencias rejuvenece a Gorasurreta, esquivando el peligro de lo megalómano. Porque aquí es una clave la ausencia de su voz. En el medio de los planos domésticos, aparecerán sujetos y predicados separados por un punto del medio, convirtiendo oraciones bimembres en unimembres. Esa incisión gramatical lo lleva a un momento visceral desde lo confesionario. Todo lleva a que la propia película fuera una justificación para desenredar un nudo que lo aprieta. O más bien: un júbilo momento de éxtasis donde la libido une la sensibilidad y la honestidad. Al concretarse el acto, el cine, con la compañía de dos de sus pioneros, pareciera prenderse un pucho, feliz de estar vivo. Para el público: también.