LITERATURA Y FILOSOFÍA

Esther Díaz: memorias e incitaciones de una filósofa punk

Por Mariano Pacheco

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Filósofa punk. Una memoria, de Esther Díaz, esta semana en la sección Libros y alpargatas de La luna con gatillo.

¿Cómo hacerse de un nombre o, más bien, como devenir otro? Pregunta deleuziana que atraviesa de punta a punta la autobiografía de Esther Díaz, publicada en 2019 por editorial Ariel, en la que podemos leer ese desplazamiento geográfico y social que deriva en una mutación existencial: del matrimonio, el trabajo manual y la vida familiar en el conurbano a la “verdadera vida” de la filosofía y la vida cultural porteña. No es que no haya vida verdadera en el conurbano, o que no pueda experimentarse algo así en los marcos del trabajo no intelectual y la vida familiar, pero por sus condiciones estructurales ese movimiento implica (implicaría) una serie de rupturas muy intensas, similares al que se desplaza y huye no sólo subjetivamente sino con su cuerpo entero. Claro que para devenir no siempre hay que desplazarse, pero lo contrario también es válido. Aquí, como al ver el film documental dirigido por Martín Farina (Mujer nómade, 2018), experimentamos esa sensación de identificación que se produce cuando somos espectadores de una película de superhéroe, pero en este caso, con la heroína-protagonista, también asistimos a ese sentimiento de repulsión que nos generan los villanos cinematográficos, y allí radica uno de los grandes aciertos de este texto: como en la mejor tradición de la literatura del mal, los mejores tramos del libro son aquellos en dónde heroína y villana coinciden.

Dicen que un libro no cambia el mundo, y es cierto, si lo pensamos de forma literal. Pero quizás pueda salvar una vida. O al menos puedo afirmar que Filósofa punk salvó la mía: lo leí durante un viaje a la Habana, mientras transitaba una profunda depresión (la vida suele ser así de compleja: podemos transitar aquello que por año imaginamos como un sueño experimentado como una pesadilla), y alterné caminatas por el Malecón, mateadas en alguna playa lejana, visitas a museos y escritura de crónicas para el periódico en el que entonces trabajaba con la lectura de las clases de Deleuze sobre Spinoza y estas memorias que me dieron un impulso vital tremendo. Incluso me permitieron socializar, luego de días de introspección y soledad, cuando al viaja en una guaga una parejita de adolescentes vio la tapa y me dijeron que ellos eran punks, y me introdujeron en rincones juveniles y rebeldes de la ciudad, con todas las contradicciones que eso implica (ser rebelde contra una revolución).

Es que el modo en que Esther da cuenta de cómo el cine, por ejemplo, pudo funcionar para ella como “técnica de supervivencia” frente al terror dictatorial, o como la filosofía contribuyó en su vida a conquistar una serenidad para enfrentar la adversidad de abusos, maltratos, pérdidas económicas pero también de vidas de seres queridos (nada menos que de hijxs), funcionan como una suerte de clase móvil que se aleja de toda la chantada neoliberal de la autoayuda al realizarse como parte de un ejercicio capaz de convertir los obstáculos en problemas (en el sentido de problematizar las circunstancias en que se desarrolla una vida.

En ese sentido, en sintonía con sus “maestros” (fundamentalmente los pensadores franceses del post mayo del 68) esta filósofa argentina que comenzó a estudiar en la Universidad de Buenos Aires una vez que logró dejar a su marido maltratador y terminar la carrera mientras se hacía cargo de sus hijos trabajando en una peluquería, fue capaz de hacer cuerpo aquellos postulados que entienden a la subjetividad en tanto experiencia diversa, heterogénea y, por lo tanto, no exenta de contradicciones al buscar sustraerse a la lógica de la moral de rebaño (“la subjetividad se construye desde valores que, si siguen el espíritu de rebaño, son aplaudidos pero, si se desmarcan, escandalizan. Las almas bellas se escandalizan ante lo heterogéneo. No pueden concebir que algo pueda ser verdadero y falso y muchas cosas más al mismo tiempo”).

Frente a esta lógica hegemónica en nuestras sociedades, Esther Díaz propone –y en este texto da cuenta de lo que le implicó experimentarlo en su propia vida– transitar la marginalidad típica de las minorías, en tanto transgresión de las normas mayoritarias que estructuran la sociedad, para experimentar líneas de fuga liberadoras (“los nómades abominan la normalización”). De allí su valentía, tanto de su propia experiencia vital como de su narración en primera persona del singular, a través de la que se propuso “pisotear los mitos sobre los sexos, las edades, las reglamentaciones morales, el machismo, lo políticamente correcto y la hipocresía”. En este sentido, el libro funciona a la vez como autobiografía y como manifiesto inter-generacional de una filosofía punk (o pospunk): da cuenta de una experiencia a la vez que incita a darle forma a otras nuevas.