LITERATURA Y FILOSOFÍA

Literatura en dos ruedas 

Moto. Cuaderno de un año sobre ruedas, de Leonardo Berneri, esta semana en la sección libros y alpargatas de La luna con gatillo. 

“Si el texto dice lo que uno esperaba que dijera, no hubo escritura”, puede leerse en este libro publicado por Casa grande editorial, en el que el autor da cuenta de su tránsito en dos ruedas entre la localidad santafecina de San Lorenzo (donde vive) y Rosario (donde trabaja), pero también, del oficio de la escritura cuando esta no aparece como actividad laboral diaria sino como una apuesta literaria.   

¡Oh sombra temible de Juan José Saer…! 

¿Cómo escribir hoy, sobre todo desde Santa Fe, con la fascinación que la obra de Saer puede generar? ¿Cómo gestar un estilo propio? El siglo XXI será saereano para la literatura argentina, pero sólo en la medida en que logre realizarse el ejercicio reivindicatorio y a la vez distante de aquella poética tan particular. Algo de eso, me animo a decir, aparece en este libro de Leandro Berneri, en el que la moto funciona como cifra de esa otra temporalidad que introduce la literatura en la vida. “Los días sin escritura pasan más veloces e impersonales. Tienen un poco la velocidad y el ritmo de esos viajes en moto”, escribe el autor, quien en otro tramo afirma que cuando se traslada sobre dos ruedas, establece una relación diferente con el tiempo, ya que pasado y presente se borran, se suspenden momentáneamente, al igual que cuando escribe ficción y se genera esa suspensión del mundo exterior que posibilita a la literatura ingresar en una temporalidad propia.  

De la periferia al centro 

“Lo que diferencia a la moto de cualquier otro vehículo es su relación con el confort”, puede leerse en un tramo de este libro en el que las dos ruedas funcionan como conector entre la vida periférica y la de la gran ciudad, a la vez que contribuye a introducir el elemento diferencial respecto de los viajes en colectivo, transporte que –según escribe el autor—termina siendo “ocasión para la siesta, el estudio, la autoinspección y el enamoramiento” (aunque sea circunstancial). De allí la hipótesis de que los colectivos, los diarios íntimos y las redes sociales se parezcan: “son lugares donde la intimidad se vuelve objeto”. Aunque no solo el viaje en moto ha cambiado su enfoque al respecto, sino el propio paso del tiempo, ya que también al subirse a un colectivo hoy en día puede detectarse que los modos de ver y relacionarse han cambiado vertiginosamente: el teléfono suele imponerse a la siesta, la lectura, la contemplación. “El celular junto con esas cortinitas que tienen algunos coches de larga distancia, que transforman el asiento en cubículo, han cambiado para siempre la experiencia del viaje”.  

En la moto, en cambio –sostiene Berneri– “el viaje solitario” preserva de los “riesgos del contacto con los otros”, pero a costa de preservar también los placeres de la contemplación. “Erótica del colectivo enfrentada al narcicismo de la moto”. De usarse la moto en verano y el colectivo en invierno, se pregunta el autor, ¿sería la primavera la estación de la perversión polimorfa? 

El lado B 

Como en un viaje en moto, también la memoria puede ingresar por los recovecos menos esperados. Así es como este “diario de un motociclista” escrito por un joven profesor de literatura de 24 años deviene por momentos en relato de infancia, y se inmiscuye en sus primeros años de existencia, cuando la ortodoncia y cierta tosquedad parecen condenarlo al silencio, al igual del adolescente lacónico se deriva un poco el joven lector y luego el escritor reservado (“la soledad, el encierro y la mínima cantidad de personas posibles antes que el amontonamiento y la fiesta con su obligación de divertirse”, escribe en un tramo, en el que da cuenta de su preferencia por no festejar su cumpleaños).  

Así, los recuerdos lejanos se entremezclan son otros más recientes: películas o series vistas junto a su novia en plataformas en días en que la lectura y la escritura dejan paso a ese ejercicio contemporáneo de “maratonear”, o el impacto provocado por el ingreso a una librería y el descubrimiento de que cada vez más, el hecho de poder salir con una pila de ejemplares en mano, se torna un lujo impracticable.  

Es ese viaje por la memoria el que le permite al autor introducir cuestiones como su temprana politización, vía el punk (con aparatos de radio y canciones de por medio) y chicas que funcionan como figuras en las que se concentra cierta seducción y madrinazgo, o el fantasma de un padre joven que visualiza sobre dos ruedas en una foto, pero que pronto descubre que esa adrenalina paterna es trocada por la estabilidad de un terreno en el que se va a edificar la vida familiar, que en su caso no puede ser pensada (o recordada) sin la presencia de un entrañable personaje: el tío montonero, ese al que se lo ve a lo sumo una vez al año, pero que sin embargo, es quien introduce en la historia de las vidas adultas la posibilidad de otros modos de existencia. Hacer la experiencia con él de subirse por primera vez a un auto en el asiento de adelante o imaginárselo arriba de una chopper, en coincidencia con su estilo “aparatoso” y “exagerado”.  

Figura familiar, pero también literaria la del tío. Quizás todo escritor, toda escritora, tenga un tío o una tía, real o imaginario, en su vida: porque al fin y al cabo, como ya lo señalaron los formalistas rusos hace más de un siglo: la literatura no se transmite de padres (o madres) a hijos (o hijas), sino de tíos (tías) a sobrinos (sobrinas).