COLABORACIONES

Los baños de Pompeya: sexo, palabras y rocanrol en Viejas Locas y otras letras rolingas

El rock rolinga en los 90 capturó en sus letras la imaginación sexual en su expresión más llana, sin metáforas, sin alusiones, sin artificio. Estas canciones, como la escritura detrás de la puerta de un baño público, cristalizan imágenes de calentura y de bardeo alrededor de la figura del pícaro, un personaje literario que cruza la literatura argentina desde Arlt hasta Viejas Locas. En este texto, una imaginaria pícara, banal y aburrida, vuelve a escuchar letras de rock rolinga mientras sextea encerrada en su monoambiente, en cuarentena.

Por Celeste Hoferek/ Fotografía por Sophie Barloc

En plena pandemia, acuarentenada en casa, en una situación más que de privilegio, la pícara vuelve, Youtube mediante, a los amados discos rolingas que formaron sentimentalmente su atropellada y bastante lejana adolescencia. Siempre le llamó la atención lo directo del lenguaje de Viejas Locas para hablar de sexo, la falta absoluta de pudor pero también de “esfuerzo” retórico: ni metáforas, ni alusiones, no hay que perder el tiempo. Hay cierto logro en ese tono llano, bukowskiano, en esas letras de bandas que entendieron el lenguaje del rock como la ausencia de pretensión retórica. Ni Ratones, ni La Renga, ni Los Piojos, ni mucho menos Los Redondos hablan la calentura como lo hace el rock rolinga: “te voy a garchar” (“Eva”, Viejas Locas, ​Viejas Locas​, 1995), “me gusta ver la leche en tu cara” (Jóvenes pordioseros, “Bailando”, ​Probame​, 2001) o “te meten el dedo y al toque te empezás a chorrear” (Viejas Locas, “Te empezás a chorrear”, Viejas Locas, 1996). ​Sí, hay alusiones alegóricas más bien eróticas en Los Redondos (el jean le apreta la fresa, nunca tuvo el higo seco..), sí, hay contenido sexual en Ratones (te voy montando en la arena…), y sí, el rock habla de cosas muy lindas con metáforas tales como “tajos” desde Spinetta and on, pero nada tan gráfico como estas imágenes cubistas de escenas sexuale​s (“si ella igual no quiere hacerlo por atrás / vamos a empezar por adelante primero” (“Dos nenas”, ​Hermanos de sangre​,1997), “abrí la boca y tragá” (Chicos de Fábrica, “Soy como soy”, Rock and Roll de la calle​,2003). Las notas de diarios sobre los beneficios del sexting en cuarentena podrían recomendar la escucha de estas letras como inspiración literaria, -sí, deconstruyéndolas antes, son re machirulas-. ¿Qué tienen en común el sexting y Viejas Locas? Nada, o todo, es decir, tal vez en el género sexting haya más que una resolución de consultorio de sexología, y se pueda leer, si se quiere, un modo de entender la palabra: algo parecido pasa con las letras de Viejas Locas.

¿De qué palabras se hace el rock? Todo lo rolinga que puede ser dicho se formula en Viejas Locas por primera vez. No le interesa la distinción pornografía/erotismo ni cree que se trate de un hiperrealismo burdo, sino más bien, como dice Terry Eagleton, -a quien cita de manual cuando una alumna inteligente la descoloca preguntando “¿pero qué carajo es la literatura?”-, se trata, entonces, de entender la literatura como un uso especial del lenguaje, en este caso, el más literal posible, el más anatómico y directo. Y le interesa especialmente por un registro pornográfico -chicas chorreadas, sexo anal, lesbianismo mal interpretado desde la heteronorma más cavernícola y patriarcal- que cruza las letras desde la voz del pícaro. Esa pícara estaría sexteando, de puro aburrimiento pero tampoco tanto, tal vez enamorada de su escritura y de la otra, en contexto pandemia, probando cómo narrar mejor la calentura. La descripción de lo que le haría se nutre de las imágenes de esas letras más que de cualquier otro relato. Hoy cualquier plataforma online de levante puede funcionar como un ejercicio gratuito de escritura literaria con, al menos, un lector garantizado. Donde hay un lector, hay un mercado, Libertella dixit.

La realidad en Viejas no está puesta en la descripción, en el universo presentado, sino en su sentido del lenguaje: al pan pan, y al vino, vino, dice el yo letrístico, desde una perspectiva que no ve particulares sino una serie de elementos que deben ser clasificados. ​“Dos nenas” (​Hermanos de sangre​,1997) es la canción rolinga por excelencia para hablar del sexo por su registro explícito, su interpretación heteronormada, siempre con “intenciones” desprejuiciadas -que no lo son, nunca, ni lo serán-, y su búsqueda por taxonomizar: “si una chica viene y dice que te quiere curtir/ y se despide de su amiga con un beso de boca / dice que esta noche no te vas a poder ir / dice que esta noche no se va a dormir sola / ¿Ella qué quiere de mí?” (“Dos nenas”, ​Hermanos de sangre​,1997). En la pregunta aparece la vacilación heteronormativa ante lo otro: el yo poético no sale de la doxa de la heterosexualidad asumida, de la conversación de mesa familiar, que prescinde de toda crítica o revisión de clasificaciones estancas: ay, es que la derecha es taxonómica y Viejas no se sale de la doxa. ​La pícara recuerda a Barthes explicando qué es el amor: la persona amada es siempre “átopos”, lo inclasificable, porque su originalidad es incesamente imprevisible, ese ser amado ​no puede ser tomado a partir de ningún estereotipo​. En Viejas Locas, en cambio, cualquier atisbo de diferencia se clasifica: desde ya, por más que le duela, no hay amor. Inmediatamente Viejas Locas le pasa la malla del lenguaje a cada personaje con que se topa: “media tortilla esta noche me voy a morfar”. El registro, el menos sofisticado y el más soez, permite clasificar eso que sucede: “Y no me voy a hacer ningún problema por eso / si ella igual no quiere hacerlo por atrás / vamos a empezar por adelante primero”; la delicadeza en el rock rolinga es así…

Una descripción pornográfica y un hiperrealismo picaresco distingue al rock rolinga de otras letras pretenciosas: este rock puede verse como la mejor continuación del pícaro inmoral en Arlt y de los encantadores garcas de las novelas de Asís. Si en Arlt encontramos el “rajá, turrito, rajá” y uno de los primeros “vos” de la literatura argentina, en el rock rolinga aparecen las palabras que ese pícaro usa para coger (o para imaginar cómo otras lo hacen): “Si tiene suerte en la vida va a poder enlazar con alguna hermafrodita que le pase la lengua / por toda la vida ellas se van a amar / no van a tener hijos porque son dos nenas / dos nenas que nacieron así / dos nenas que se arreglan así”: La cavilación pre-ESI (o más bien pre-escolar o pre-social) puesta sobre la disidencia reproduce la una estupidez compleja en su confusión retrógrada.

La expresión más explícita, tal vez, la más naturalista (la más Émile Zola) del rock rolinga la leemos en “Te empezás a chorrear” ​(Viejas Locas, ​Viejas Locas​,1995). En esta letra, un yo lírico que alecciona en un alarde de machito de sus destrezas, la hace chorrearse, la hace calentarse tanto que termina llorando (sic) porque, al no estar a la altura de las circunstancias, es abandonada: la letra se divide en una primera parte en la que hostiga y una segunda instancia en la que consuela a la interlocutora (es bastante cómico el uso de la música acompañado la letra-, “no quiero hacerte llorar / si fue solo una aventura”). La imagen de “si te meten el dedo y al toque te empezás a chorrear” habla, desde el vamos, de un desconocimiento del funcionamiento de las zonas erógenas femeninas y es ahí donde hace su trabajo excepcional la figura de pícaro: ese cínico que experiencia encuentros fortuitos que habilitan una mirada satírica sobre ciertos “tipos” de gente, “la histérica”, parecería, en este caso. Me pregunto si tal vez no hay en esa formación sentimental femenina, en ese cuerpo narrado, un resquicio de imposiciones hipersexualizadas impresas. En la letra está expresado ese descontento, esa subjetividad partida entre un deseo y una “sintonía” que no se tiene, siempre desde la mirada aleccionadora del machito lírico. Nuevamente, Viejas Locas ubica a cada cual en su lugar: “Yo sabía que vos / eras una chica normal; / te hacías la turra, / te hacías la dama de Honky Tonk”. Se taxonomiza, se ubica socialmente, se tipologiza: la Honky Tonk de los Stones, como mala copia (pero, ese cínico cae en el plagio permanentemente y toma préstamos del inglés como “aventura”, gesto más arlteano en el rock no puede haber1). ​Los covers no solo operan al nivel de la música o de los contenidos de las letras, la mujer como mal plagio, la subjetividad que fracasa al intentar aparentar algo que no se es circula por el universo picaresco de los relatos rolingas: “si nadie te creyó que eras la chica stone / nena nadie te creyó si vos no sos 25 como yo / solo te pido un favor / sacate la careta de Rock and Roll” (“Careta de Rock and Roll”, ​Hasta las bolas de Rocanroll​,2001).

Un registro que para el cine o la literatura fue, en los 90, un desafío: piensa en ​Pizza, birra, faso y en películas en las que se busca que los registros populares no suenen como cover, como impostados. Tal vez, en el género sexting que se compone de imágenes, de boomerangs, de GIFs, pero más que nada de palabras, haya influencia de algo más que los diálogos (?) de las páginas porno, tal vez algún resquicio literario quede impregnado en las versiones actuales de la literatura erótica de folletín virtual (no hay nada más folletinesco que el ¿responderá?, ¿la divierte o la aburre o la harta o la enamora?). Estas letras rolingas logran, como una suerte de baño petrificado de la ciudad de Pompeya, en la cual encontramos los dibujos de genitales, las puteadas y la palabras que los romanos no escribían en sus textos cultos, sacar de la cloaca restos para hacer letras: letras problemáticamente bellas porque esa música de barrios, suburbios y márgenes dice la oralidad como pocas veces se dijo en el rock. ¿Qué quedará representando de nuestra versión actual del amor y del deseo cuando se rescaten nuestros restos y palabras más íntimas en la pandemia?

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1. Según la crítica literaria, y según el mismo autor, Roberto Arlt escribe su literatura a partir del castellano que lee en las malas traducciones que podía conseguir de Dostoievski y de otros autores europeos. Sylvia Saítta encuentra que el protagonista de la novela picaresca tiene continuidad en la literatura argentina en la obra de Arlt: el pícaro, ese niño marginal, al intentar sobrevivir opera como victimario de otras víctimas (roba, engaña y traiciona a quienes lo ayudan o a quienes están peor que él, como un ciego o un rengo). Esta figura literaria, que tiene su origen en El Lazarillo de Tormes, puede leerse como una línea de productividad poética que funciona desde Arlt, pasando por las novelas de Asís, hasta llegar a los personajes de las letras de las bandas rolingas en donde, también, hay un permanente plagio de palabras y de malas traducciones del inglés (por ejemplo, “aventura”).