Ojos bien abiertos: Acerca de Jamás llegarán a viejos, el documental de Peter Jackson
Por Lea Ross
Considerada como la última proeza cinematográfica, el director de El señor de los anillos expone una estética inédita sobre la guerra, pero sin alejarse de un cierto lugar común.
La Gran Guerra, o la Primera Guerra Mundial (1914-1918), fue el acontecimiento del siglo 20 que puso en vilo todos los principios y valores de la dirigencia de los países centrales. A tal punto, que esa tensión tuvo su exposición cinematográfica y se mantuvo en la memoria colectiva actual, quizás hasta un alcance mayor a las escenas de los propios campos de batalla, ya sea desde el costado miserable de las autoridades militares en La patrulla infernal (1957), de Stanley Kubrick, o pasando por su reflejo diametralmente opuesto en La gran ilusión (1937), de Jean Renoir, sobre la fraternidad como un lazo trasnacional.
Considerado como uno de los grandes eventos cinematográficos del año pasado, el documental Jamás llegarán a viejos (Título original: They Shall Not Grow Old), dirigida por Peter Jackson -el cráneo de la saga fílmica de El señor de los anillos-, estrenada en pleno centenario del cierre de aquel proceso bélico, pretende alejarse de ese perímetro para meterse más a fondo por esas trincheras.
A la hora de recabar grandes cantidades de registros de ese entonces, sumado a los archivos de la BBC sobre los testimonios en primera persona de los veteranos, Jackson entabló la tarea de procesar esos materiales, en su doble sentido: tanto de la selección y ensamblaje del material –mucho de ello, inédito- para la compaginación, como así también su polémica proeza de procesarla, mediante las técnicas actuales, para generar una composición visual y sonora distinta al resto de las películas de su tiempo.
En el inicio y cierre del filme, se respeta los determinados parámetros originales. Pero en el momento en que los soldados se preparan para entrar en las trincheras, la pantalla pasa del típico formato 4:3 a uno panorámico, sumado a la aceleración de fotogramas acorde al “movimiento real”, una pigmentación en color de los mismos e, incluso, bajo la proyección en 3D para algunas salas. La Gran Guerra ha quedado subsumida a los criterios estéticos hegemónicos del presente siglo.
La selección de voces que testimonian lo ocurrido se direcciona bajo un criterio que trata de indagar algo evidente y simple, pero problemático: cuáles son los sentires y pensares de un joven que se mete en una guerra. Para esos tiempos, donde la propaganda gráfica callejera bélica enaltecía la voluntad de los hombres, a tal punto que mentían su edad para enlistarse y la burocracia no lo frenaba, conformaban un verdadero anecdotario de las vicisitudes de aquellos personajes que se enrolaron. Se presume que algunos de esos fueron censurados para los medios de difusión, como fue el caso del momento en que los soldados defecaban apretados y a cielo abierto. Las fotografías de los mismos, exponiendo sus culos para lanzar la mierda, no sería un momento significativo para cualquier realizador sobre este tema. Pero para un cineasta caracterizado no solo por su interés en secuencias épicas, sino en mantener su sentido de humor y alguna que otra cuestión escatológica, no sorprende que eso esté presente en pantalla grande.
Es evidente que el propósito de Peter Jackson fue lograr que el documental llegue a lo más “realista” posible de lo que fue aquel conflicto, aun cuando eso signifique mayores gastos de equipamiento tecnológico para lograrlo.
Pero en la película, hay una inevitable proliferación de tomas de esos jóvenes, mirando curiosos la cámara. Son conscientes que estaban siendo registrados (aun cuando el cine estaba cumpliendo solo dos décadas de existencia), pero no se trata de la misma consciencia como la actual. La proyección de los materiales fílmicos de esos tiempos eran más acelerados y el movimiento corporal mostraba su relativo desenfreno, de poco aprecio en los detalles. El director de El hobbit aprovecha esos momentos para ralentizar esas tomas, provocando un intercambio de miradas entre esos soldados y la audiencia. Allí, se puede observar sus sonrisas, preocupaciones y miedos, seguramente muy desapercibidos en el material original. Aquí se entremezcla una doble ironía: el hecho de generar mayores gastos financieros para lograr lo más cercano posible a “lo real” de ese hecho, como así también construir una composición que permita observar (no solo ver) esas caras, para comprender lo que era estar allí, generando una lectura disonante a la que podía lograr los espectadores de ese entonces.
Si el puritanismo puede sentirse frustrado ante esos retoques, lo que ha hecho el director de la última remake respetable de King Kong no es más que una tendencia que viene teniendo el cine, ya advertida por el teórico francés André Bazin: la de ser un arte que lleve al realismo absoluto, casi como un destino que le permita al resto de las artes gráficas a liberarse de lo real y llegar a su propio “autonomismo”.
A lo sumo, lo reprochable pasaría por no haber quebrado esa tendencia centenaria del cine bélico de poner siempre fuera de campo a las causas de esa guerra. Porque toda guerra tiene una razón política. Y toda razón política tiene una razón económica.