Perdidos en el espacio: Crítica de “Parásitos”, de Bong Joon-ho
Por Lea Ross
Considerada la película del año, el filme de uno de los máximos exponentes del género de monstruos mantiene su incisiva mirada sobre la desigualdad, pero no exenta de ciertos límites.
En el año 2018, la película japonesa Somos una familia, de Hirokazu Koreeda, ganó la Palma de Oro en Cannes. Trata de una familia que realiza sus picardías para sobrevivir económicamente. Un año después, la surcoreana Parásitos (Gisaengchung) ganó la misma estatuilla, y tranquilamente podía ser una secuela de su antecesora. Esa misma familia, que conviven en una vivienda de apretado espacio, chocaría en este caso con otro grupo familiar, más beneficiado en cuanto a la distribución de ganancias.
De esta manera, el director Bong Joon-ho, uno de los máximos referentes del cine de monstruos contemporáneos junto con Guillermo del Toro, por haber realizado los filmes The host y Okja, mantiene latente su mirada incisiva sobre el devenir de las sociedades en una comedia negra que tiende a la sátira o lo caricaturesco, como así también una búsqueda subterránea desde sus propias vivencias personales. Aquí, lo monstruoso es difícil de hallar en la profundidad del campo, pero su desenlace fatal nos empuja a descifrarlo.
La obra pareciera ser dos películas separadas. En una primera parte, una familia tipo se la rebuscan desde lo más diminuto en el interior de su vivienda, a tal punto de robar el Wi-Fi de algún espacio comercial. La descripción geométrica identifica una situación económica precisa; el ingenio de sus integrantes de conseguir trabajo, es demasiado particular. Es así, que a partir de una serie de secuencias, el encuentro entre clases sociales sucederá en forma paulatina en el interior de un hogar de clase alta, perteneciente a una segunda y opulenta familia cuyos integrantes están cargados de ingenuidad.
Los espacios filmados por Bong son precisos. La ventana superior de la primera familia, que les expone el exterior callejero, se contrapone con las paredes de vidrio de la nueva vivienda, donde el enorme patio verdoso conlleva a la propia comprensión de la temática del filme, donde luego de un giro tanto argumentativo como, nuevamente, espacial nos lleva a un thriller psicológico.
Y es que el costado intrigante de la película de Bong es la interiorización sensorial en los entornos. El pesimismo de lograr esa conciliación interclase pasa por el costado parasitario del mundo sensorial. El olor es un tema que se instala en la película en dos ocasiones, pero de manera muy tajante. Curiosa decisión, al referirse a uno de los sentidos menos desarrollados en lo literario, y más difícil aún explayarlo a nivel audiovisual.
Ya sea un plano fijo o en movimiento, la duración de las tomas, la selección de canciones, hasta la definición misma de los rasgos faciales de los personajes (en particular, los masculinos) son definiciones precisas del director para lograr sus cometidos de género (sea la comedia o el suspenso), como así también mantenerse pasible sobre momentos trascendentes de la trama aunque no se noten como tal.
A diferencia del más famoso cuento de Julio Cortázar, la casa tomada surcoreana no se inscribe desde una paranoia o el terror de lo que ocurre en el afuera, sino desde una mirada inversa. La propia pasividad de los que ganan con la renta son aquellos que reniegan la comprensión de ese afuera. “El mejor plan es el que no existe”, dice uno de los que no se beneficiaron con el mismo, menos por ser un afectado por un indomable evento climatológico.
Es así que el filme posee toda una serie de metáforas y alegorías, algunas demasiado obvias como la presencia de insectos o la referencia a los pueblos indígenas de Estados Unidos, y otras más enigmáticas como el fragmento de una roca. Ese quizás sea el límite de la película: que la enorme carga lírica que ocupa en el espacio hace perder aquello que sí está presente en su antecesora japonesa, que es la evolución misma de las relaciones y definiciones intrafamiliares en una sociedad ya de por sí injusta. El único momento que podía ser crucial es cuando pasan la noche a pura comida y alcohol, especulando cómo podrían convivir a futuro con los ricachones, aunque esa escena solo cumple una función dramática, previo a una vuelta de rosca.
Por eso resulta demasiado abrupta la utilización final del recurso de voz en off por parte del hijo dirigido de manera epistolar a su padre, que por si fuera poco lo lleva a una resolución que podría ser poética, si no fuese una elegía a la meritocracia.
Considerada como la gran película del año en todo el mundo, Parásitos es quizás la que más será recordada por su originalidad a la hora de encarar un tema universal y recurrente como es la desigualdad social, y cómo la misma lleva a la injusticia social. Y que para comprender el funcionamiento del mismo, la dialéctica entre el amo y el esclavo solo funciona bajo el orden y el acatamiento sin pudor moral mediante la alienación, aquel proceso en donde lo monstruoso quede en el subsuelo y por fuera del campo.