COLABORACIONES

Por qué pedir perpetua nos convierte en rugbiers

Un análisis crítico sobre la cobertura mediática del juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa, publicada en nuestro portal antes de la condena, pero que ahora se torna cada vez más actual.

Por Milu Correch | Ph: Diego Izquierdo

Los medios y el espectáculo de la justicia penal están a la altura de la sed de morbosidad y castigo del público. Crónica, el canal del pueblo, oscila entre la espectacularización del dolor y el deseo de venganza que televisa y anuncia la futura violación de los acusados mientras celebra victorias de ranking. No importa el diario, toda nota sobre el tema tiene comentarios que piden violaciones y asesinatos garantizados por el Estado (normalizando las violaciones intracarcelarias). Burlando gana todo concurso mediático como si lo estuviera entrevistando Tinelli. Acusa y afirma sentencias que esquivan a la ley, pero reclama la moral y el hambre de violencia del público deseoso de definirse humano frente a los monstruos. Burlando dice lo que la horda desea mientras sueña en sumar su piedra al linchamiento de los acusados, de sus familias y de todo lo que se asemeje. Los varones jóvenes, indistintamente del deporte que hacen y su clase social, siguen probando su masculinidad en cada salida de boliche y muchos siguen muriendo, pero ninguna muerte será televisada como esta. Ninguna muerte presenta una víctima y victimarios tan predilectos a la moral mayoritaria para garantizar semejante actualización y validación del sistema penal y carcelario.

Hoy el espectáculo penal está focalizado en el crimen de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell por ocho jóvenes de la misma edad a la salida de un boliche. Ocho rugbiers. Ocho jóvenes de cuello ancho y chomba, algunos familiares entre ellos. Ocho estereotipos. Ocho varones capaces de encarnar a cualquier grupo de rugbiers que comprueba su masculinidad y capacitismo corporal sobre cualquiera que no pertenezca a ese club, a la estética de chomba aspiracional o a la escuela con nombre de santo y uniforme. Porque, casi seguro, además del deporte son niños de Dios, de la educación de Dios. Ocho pibes que encarnan el fenotipo aspiracional de gente de bien y que pueden asociarse con los hijos del poder aunque sus papeles no les sean suficientes para sentarse en la mesa reservada a quienes veranean en Punta del Este, Pinamar o Brasil con padres empresarios que no necesitan ahorrar para las vacaciones, es decir, los verdaderos hijos del poder. Los rugbiers encarnan una proyección que los llama hijos del poder, sin embargo, sus familias no son los banqueros, empresarios y gobernantes que proyectamos. Son unos victimarios que permiten condenar a una clase simbólicamente, sin siquiera tocar la vereda de la verdadera clase dominante (que probablemente gozaría una mayor protección mediática), un simulacro de ésta.

¿Cómo resistirse al sonido del afilamiento de los colmillos progresistas que hoy pueden dar rienda suelta a su hambre de castigo tanto tiempo reprimido frente al show penal? Las lenguas bienpensantes que en otros casos callan por su privilegio culposo, hoy mencionan con soltura esos términos que en otro momento les hubiese dado pudor como las palabras “perpetua” o “pena máxima”. Los rugbiers permiten a alguien de clase media privilegiada llamarlos “chetos” más allá del poder adquisitivo de sus familias, reconociéndose como no-chetos aunque pertenezcan a la misma clase social (o superior) que el sistema penal protege y no acusa. Un público privilegiado del horror penal que en sus momentos de silencio culposo dicen, creyéndose piadosos en cenas intelectuales, “que bala no, pero cárcel” y que “habría que reformar la cárcel y la justicia para que no ocurran abusos”. 

Los padres de los acusados y su entorno critican el manejo de los medios y llaman inhumana a la pena posible. Un sector de la sociedad empatiza por primera vez con acusados menores al reconocer en ellos a sus hijos semejantes, en general, tan lejanos a las garras punitivas del Estado (y, sin embargo, incapaces de extender esa misma empatía hacia las 200000 personas privadas de su libertad, la mitad sin condena). La pena máxima que escala a 50 años promovida por Blumberg en el 2004 deja al descubierto, por si quedaba alguna duda, que la finalidad de la justicia penal y la cárcel lejos está de la rehabilitación de los acusados, sino su castigo y aniquilamiento.

La justicia penal determinará una pena al finalizar el juicio y cualquiera que sea, la cárcel se afianzarán como verdad, como única solución. Si la justicia satisface los cantos de “justicia es perpetua”, ésta se renovará como justa y universal capaz de condenar a pesar de las clases sociales y color de piel de sus acusados, contrariamente a todas las estadísticas y su función predilecta. Si la justicia adjudica una pena menor a la que el público reclama como justa, sea cual sea, la justicia se verá como blanda y sesgada a la cual habría que reformar o reemplazar a los jueces por otros más duros. En ambos casos, la cárcel se reafirma como la única solución posible y el único reclamo es el corto plazo de los acusados alineándose con los deseos de Juan Carlos Blumberg. Casi siempre que se evidencia desde ciertos movimientos sociales una disparidad en las condenas (por género, clase o “color”), estas son señaladas con la intención de igualar ambas penas a la de mayor tortura en nombre de una justicia verdadera; no para evidenciar el verdadero funcionamiento de la justicia penal que siempre es racista, clasista y machista. 

La cárcel es un dispositivo del estado en defensa del status quo diseñado para encerrar a la población no dócil; un centro de tortura del sector de la población racializado y empobrecido. 

La cárcel es un dispositivo de venganza en el cual el Estado se asume como torturador y genocida en nombre de la sociedad moral que prefiere no mancharse las manos con la sangre que solicitó. 

La cárcel es la condena de individuos empobrecidos para evitar el señalamiento de un conflicto social de una sociedad machista, racista, xenófogo, clasista y capacitista. 

La cárcel es el resultado de una sociedad que implementa el castigo como respuesta al dolor que instrumentaliza y espectaculariza para servir a las clases dominantes. 

La noche que murió Fernando Baez Sosa testigos aseguran que los acusados lo llamaron “negro de mierda” lo que facilitó lecturas de clasismo y racismo. La muerte de Fernando y el accionar de los rugbiers (y también de los testigos que presenciaron sin intervenir) está atravesado por varios conflictos sociales clasistas, racistas, capacitistas, machistas, etc. Conflictos que están lejos de desaparecer con la cárcel, pero que ésta ayuda a perpetuar y no profundizar su debate. La cárcel es un dispositivo por el cual se ejecuta la violencia racista, capacitista y clasista. La mayoría de las personas privadas de su libertad están encerradas por los mismos motivos racistas y clasistas que se adjudican a la violencia desatada por los rugbiers. Demandar la pena máxima es legitimar el sistema punitivo, la tortura de una minoría racializada marginada, y perpetuar su existencia. Demandar la pena máxima nos convierte en rugbiers patoteros con los ojos de Blumberg. Nos vuelve una patota que disfruta de la tortura de racializados y empobrecidos a través de métodos sofisticados que nos permiten considerarnos gente de bien y hasta progresistas. Sumarse al reclamo de la pena máxima que deja atrás toda mentira de rehabilitación, implica la tortura de miles de marginalizados por más que quienes estén hoy en el banquillo sean fenotípicamente chetos que habilitan nuestra furia punitivista ir sin reparos. Demandar cualquier pena o habilitar la validez del sistema y justicia penal nos convierte en cómplices asesinos de miles de personas que lejos están de ser asesinos seriales locos sueltos como nos quieren hacer creer. Creer en la justicia penal y reclamar justicia nos convierte en rugbier asesinos que delegan su hambre de violencia a un Estado torturador. No basta con reformar, con endulzar y sofisticar el genocidio sistemático del Estado. Es necesario entender que el castigo nunca fue una respuesta válida al dolor, solo el sostenimiento de un sistema de tortura y el status quo.