Resistencia y relatividad: Crítica de “Una nueva luz en Pilagá”, de Matías Magnano
Por Lea Ross
¿Cómo se recupera un pueblo luego de padecer un genocidio? Es un dilema universal, por ser un mundo donde las opresiones son multiformes, pero cumpliendo ciertos patrones en común. Cuando se pretende resurgir el fuego desde las cenizas, el principio relativista de la interdependencia entre tiempo y espacio se vuelve más notable. Estrenada en el festival virtual de documentales de Bombozila (https://bombozila.com/), Una nueva luz en Pilagá es el cortometraje que dirigió Matías Magnano, integrante del colectivo La Luna con Gatillo, donde indaga y contempla ese territorio que reniega del olvido. Proclama la existencia de una resistencia, que no se caracteriza por dejar explícito la praxis o la acción directa, sino por la perseverancia en mantenerse su lugar en el mundo.
En 1947, la Gendarmería del Estado Nacional emprendió una masacre contra una comunidad pilagá en el territorio de Rincón Bomba, dentro de lo que es la provincia de Formosa. El año pasado, tres cuartos de siglo después, la justicia federal lo declaró como un crimen de lesa humanidad, marcando un antecedente inédito a nivel continental, que de por sí no resuelve los conflictos actuales, pero que no resulta menor por las consecuencias que generaría, teniendo que funcionar adentro de un marco jurídico liberal-positivista, como la que tiene Argentina.
En el filme, no hay interés en el detallismo histórico. La obtención de los pocos registros y testimonios que otorguen información están ausentes. Incluso, en la recreación animada, visualmente no se observan los disparos que ejecutan los gendarmes, ni tampoco el sonido que emule la explosión de la pólvora. A lo sumo, una presencia cuasi espectral de la sangre derramada en el río, con una especie de contra-ataque de las llamas incinerando los carteles que reverencian esa fuerza. Hay un criterio ético basado en alinearse en el objetivo.
Desde entonces, nada de lo que filme parece haber sido el escenario de lo peor que pudo haber hecho el Estado. La narrativa se mantiene pasible, esperando que en ese suelo ejerza su naturalismo. Los amplios planos generales y enteros se abstienen de la abundancia de primeros planos, muy típicos de los registros en las grandes ciudades. De hecho, las diminutas figuras humanas, algunas casi imperceptibles, parecieran ser parte ese paisaje, como pequeños brotes que toman su tiempo de maduración.
El respeto a la comunidad no se reduce al distanciamiento de la posición de cámara. El ajuste a un primer plano sonoro de la tala de un árbol puede incomodar a una posición romantizada, en general urbana, sobre la persistencia de un bosque reducida a la firmeza de un árbol. La preparación de un método de pesca, adquirida por los conocimientos ancestrales, refuerza una tradición existente, y que se perpetúa a las generaciones más jóvenes en uno de los tramos finales del filme.
Finalmente, las voces en off permiten rememorar la cultura oral, como el refugio de los recuerdos, que incluyen las dudas sobre cómo era la comunidad antes del ataque estatal. Así, el único momento en donde hay una bajada de línea no se concatena con su registro visual. La tradición de escuchar es casi un sacrilegio frente a la explosión visual.
Una nueva luz en Pilagá es un retrato, y a la vez, una duda sobre la persistencia de existir, luego de un intento por padecer un aniquilamiento no concretado en su totalidad, lidiando entre un pasado extenso que abre heridas, pero también un futuro que dispara sus interrogantes sobre su devenir dibujado por la esperanza, más que por la frustración.