Sartre: un teatro entre Lenin y Dostovieski
Esta semana, en la sección Libros y alpargatas, nos metemos en la obra Las manos sucias, donde el emblemático pensador francés dialoga con sus pares rusos.
Por Mariano Pacheco
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Las manos sucias fue estrenada por primera vez en Francia en 1948. Técnicamente, es una “comedia dramática que emplea la lengua común”, según la definió Jean Paul Sartre, quien alguna vez explicó que en esta pieza buscó poner en escena “el conflicto que opone a un joven burgués idealista a las necesidades de la política”. La acción de la obra está situada en un país imaginario llamado Illiria. Y tal como aclaró el propio autor ante el periódico Combat, todo el dilema se dirime por entero al interior del partido proletario.
Los siete actos de la pieza trabajan sobre una cuestión: si en nombre de la eficacia, un revolucionario se puede arriesgar a comprometer su ideal y “ensuciarse las manos”. Sartre no brinda respuestas al dilema planteado, puesto que, para él, el teatro “debe plantear los problemas y no resolverlos”. Tal como argumenta en “Teatro popular y teatro burgués” (uno de los textos compilados en el libro Un teatro de situaciones), lo que importa en su dramaturgia es “situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas”. En ese caso, la pregunta que atraviesa la obra es si el partido proletario debe sacrificar 300.000 vidas humanas o si, en esa coyuntura, debe pactar tácticamente con sus enemigos, a sabiendas de que “la liberación” está cerca, con el Ejército Rojo a poco de ingresar a la ciudad.
Entre Lenin y Dostoievski
Hugo Barine es un joven que se acerca a Hoederer, un maduro líder partidario al que debe ejecutar. Con ese objetivo logra aproximarse al punto de transformarse en su secretario personal, habitando una casa junto a él y Jessica, su mujer, situación que provoca en el muchacho fuertes contradicciones.
Hugo comenta en un momento de la obra que, dentro del Partido, su nombre es Raskolnikov. “Vaya nombrecito”, le dice Iván, otro de los personajes. Y Hugo aclara: “es un tipo de una novela que se llama así”. Se refiere, obviamente, a un personaje de Dostoievski. Hasta entonces Hugo no ha matado, pero pronto lo hará, cuando ejecute a Hoederer, justo en el momento en que había decidido no hacerlo. Y ese “preferiría no hacerlo” (para decirlo en los términos del “Bartleby, el escribiente”, de Melville), es el que liga al personaje de esta obra con Lenin, con la pregunta del ¿Qué hacer?, en este caso, con el sentimiento de culpa típico de los personajes del novelista ruso, sobre todo en novelas como Crimen y castigo, donde Raskolnikov termina entregándose a la policía luego de haber asesinado a la viejita de la pensión en la que vivía, atravesado así todo ese período tormentoso, producto de una culpa que le carcome el alma.
Ser/hacer
Uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, hacia el final de la obra, resulta fundamental a la hora de experimentar esa sensación que busca provocar la literatura existencialista: que no hay una posición que esté bien y otra que esté mal, sino que ambas tienen sus luces y sombras y que es en ese dilema que cada quien debe resolver qué hacer (nada que se parezca al relativismo actual: en los personajes sartreanos lo que se pone en juego es una búsqueda de la verdad a través de la acción, en la que cada quien se compromete).
En ese caso, ese momento decisivo se produce en torno a uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, donde el primero dice que si no se quiere correr riesgos no se debe hacer política. A lo que el segundo retruca que no a cualquier precio está dispuesto a entrar en ese juego.
Entre los argumentos de Hugo aparecen las ideas que se sostienen desde la militancia de izquierda, por la que han muerto ya otros camaradas; en Hoederer, la insistencia en que el partido es un medio que hace política de y para los vivos, con el objetivo de tomar el poder y cambiar la situación. Hugo rescata la honestidad, el hecho de no mentir –contrariamente a lo que ha visto en su familia burguesa desde que era un niño– pero rápidamente el personaje se da cuenta de que le está mintiendo a Hoederer, haciéndose pasar por su fiel secretario y, también, que está por cometer un crimen con el que no solo se ensuciará las manos, sino que convertirá a las órdenes del partido en un medio para otros fines que se reclaman superiores (al fin y al cabo hará todo lo contrario a lo que sostiene en sus palabras). Hugo acusa a Hoederer de traidor, por negociar con el gobierno, y éste le retruca, a su vez, que el partido desaprueba esas negociaciones por considerarlas inoportunas, no por una cuestión de principios.
La conversación se torna estremecedora. Hugo afirma que entró al Partido porque consideraba su causa justa (la palabra aparece en itálicas en el texto del libreto) y que se iría si dejara de serlo; y que aquello que le interesa de los hombres es lo que podrían llegar a ser, no lo que son. Hoederer le retruca que sólo le interesa su pureza chico, y que en verdad lo que le sucede es que tiene miedo de ensuciarse las manos. “¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de faquir y de monje. A vosotros, los intelectuales, los anarquistas, burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes”, le grita e viejo jefe. Y remata: “yo tengo las manos sucias. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que puedes gobernar inocentemente?”
El lector, la lectora, puede sentir como son los propios argumentos de Hoederer, sostenidos en una posición realista que apela a la eficacia (“todos los medios son buenos cuando son eficaces”), los que finalmente terminan condenándolo a muerte, ya que el joven Hugo se ensucia las manos y lo ejecuta.