Sobre la domesticación del odio
Inicia un nuevo reinado de la ultraderecha. En medio del desconcierto progresista, se intenta atar los cabos para comprender el origen de una nueva ultraderecha que se asume como surgida de la nada. En su intento de captar esta nueva ola política se utilizan todas las herramientas intelectuales disponibles y se incluyen la pandemia, el neoliberalismo, la globalización, la inflación, etc.
Muchos movimientos que podrían percibirse como “izquierdas” abandonaron hace tiempo esas banderas que en el 2001 flameaban en las calles con el “que se vayan todos”, la rebeldía, la libertad y la voluntad de un cambio radical. Estas banderas fueron cajoneadas por las izquierdas que eligieron el camino burocrático del cambio desde adentro con una lógica partidaria, participando y disputando espacios simbólicos en aquel partido que estéticamente las representara más. Partidos que recientemente con sus diferentes colores han encarnado en el mejor de los casos el cinismo de hablar por izquierda y actuar por derecha. En un intento de comprender y dialogar con esta nueva ultraderecha en plena campaña empezó a circular esta premisa “yo también creo que x es una mierda, pero no quiero z”, por ejemplo, “yo también creo que la inseguridad es una mierda, pero no quiero la libre circulación de armas”. Más allá de que esta propuesta presenta a un interlocutor que construye desde su preocupación y propone un rechazo a una aparente solución sin exponer una alternativa, creo que ignora un factor sintáctico. Se exhibe un rechazo semántico, pero el problema es sintáctico. La fórmula propuesta plantea impedir un cambio radical y en su defecto defender el estado de las cosas y, por lo tanto, el Estado. Y el problema no es que la crítica no sea “constructiva” sino desconocer la potencia destructiva que se está rechazando: la potencia del odio. El odio como una posibilidad de cambio, de revolución y rebeldía como lo supo ser en todas las consideradas grandes revoluciones. En cambio, las aparentes progresías una vez instauradas en el Estado y las instituciones reemplazaron la consigna “que de vayan todos” por “el amor vence al odio”. El amor implica una negociación, una moderación, una defensa del status quo, una pérdida, una falta de lucha, una conformación, una renuncia a una vitalidad violenta. El odio al aparato represor, al Estado y las castas (todas: la económica, la política y judicial) supo ser bandera de quienes luchaban contra el capital. Hoy el realismo capitalista no deja lugar a la creatividad por fuera del capitalismo: como únicas alternativas presenta por un lado la propuesta progresista y fallida de “capitalismo humano” y, por otro, la rebeldía del capitalismo salvaje. No es de extrañar que el cambio radical hoy, no sea contra el capitalismo, sino su aceleracionismo, su afirmación salvaje y que el odio al statusquo, como el color rojo, se lo hayan apropiado “los otros”. Hoy se vuelve a examinar el odio, se lo vuelve a considerar y analizar, pero para domesticarlo; para comprender y seducir a “jóvenes ignorantes” a adscribir a propuestas más moderadas en la misma dirección. Con un tono paternalista y un suave tufillo de arrogancia, se piensa en el avance del conservadurismo como un rechazo a una “gran” avanzada en derechos sociales. Se piensa en términos semánticos. Si bien una parte del atractivo de las llamadas ultraderechas puede ser un revanchismo contra ciertas medidas del progresismo, hay una parte que se rebela contra su sintaxis de corrección política y su cinismo al no poder encarnar su discurso en acciones.
El odio no es necesariamente a un otro, sino a un status quismo, a una quietud, a un sistema que asfixia, a aquello que oprime. El amor no propone en sí una relación “positiva”. El amor que propone inclusión y cuidado, conlleva en sí una relación de poder. Incluir da por sentado que existe un modelo de deseo que margina a un sector al que hay que sumar, sector al que muchas veces se juzga cuando su deseo de un modelo de consumo y dinero fácil, por ejemplo, lo acerca a canales no tradicionales de reformas aparentes y burocráticas. La lógica de la inclusión y el cuidado también propone una relación de poder entre el que se proyecta como cuidador y el cuidado que protege la comodidad del cuidador. El cuidador propone la extensión de su bondad, sin incomodar o modificar su posición, al mismo tiempo que se posiciona en una posición potente mientras a quien es receptor de ese cuidado, se lo paraliza en una posición pasiva al servicio de la bondad del otro de la que tiene que estar agradecido sin importar su calidad. El amor del Estado, adormecedor y burócrata, a base de campañas y discursos elocuentes, que solo requiere formularios y procedimientos cuya ineficacia programada se pretende accidental. Fue en la extensa campaña en la que aquellos que se identificaban con el “amor todo vencedor” utilizaron la normalidad como puñal contra el roto. En nombre del amor se utilizaron como armas la salud mental y la moderación discursiva y burócrata. El amor especula, pero el odio se presenta como genuino y visceral. El amor permite la comodidad de la inclusión por parte del incluído, el odio proviene del hastío que desea la transformación de la distribución de la inclusión.
Los números reflejaron un 35% de no votos, nulos y en blanco en las paso. Un 35% de un voto bronca. Sin sumar el porcentaje de voto bronca o voto castigo que podrían encarnar cualquier otro candidato, incluyendo una gran parte del primer candidato con un 20%. La única aproximación al odio existente es apaciguarlo otorgándole una agenda que especula su deseo (ofreciendo más represión y cárceles) o domesticándolo explicándole de modo paternalista porque la moderación y la continuación son mejor a un cambio radical. Hay una potencia en la sintaxis del odio que se ignora y que tal vez sea esa la que hay que volver a reclamar. Esa misma sintaxis descuidada por las leyes que aparentaban progresismo, pero que en muchos casos contribuyeron a la represión. El odio es una potencia y hay que volver a odiar. Un nuevo odio destructor y creativo que se oponga al represivo. Recuperar el odio y deshacerse de morales cristianas apaciguadoras. Que en el medio del hastío y el cansancio, surja un anhelo de recuperación del odio a la represión, al capitalismo, a las leyes y las cárceles, al status quo, odiar al poder y las castas todas. Odiar la realidad que se nos venden como la mejor opción, odiar a toda alternativa que se nos proponga como única. No bastará con desempolvar las viejas banderas cajoneadas, el anhelo nostálgico de lo que fue ese “que se vayan todos” del 2001 desconoce que el campo de batalla cambió. Tal vez habría que repensar desde los escombros para que surja una creatividad innovadora antirrepresiva, que no solo odie como lo supo hacer esta nueva ultraderecha sino que también se radicalice como esta.