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Sopa, quinua, gaseosa y papaya.

Bolivia: crónicas menores (IV)

Por Mariano Pacheco

El hombre permanece callado, quieto, mientras almuerza en uno de los puestos del tercer piso del Mercado Lanza. Nuestro grupo desentona con el ambiente, qué duda cabe: el más morocho soy yo, único varón entre las cuatro mujeres, que de la más castaña hasta la más rubia deben ser catalogadas en el lugar –seguramente– como gringas, definición a la que no escapo, con excepción de que se me confunda con un musulmán, quizás por la barba tupida.

El almuerzo incluye sopa y segundo plato, ambos con dos variantes para elegir. Algunas de las chicas piden solo sopa, la de verdura, aunque alguna de las más osadas, sopa de maní, con el plato que incluye pollo, arroz, verduras y papas fritas. Yo vengo intercalando platos así con pizas, clásicas de muzarella, que en Buenos Aires suele ser un permitido para mi dañado estómago y en Bolivia se han transformado en lo menos dañino para mi cuerpo. En mi caso, la sopa que elijo es de quinua, porque ya la he probado en otra oportunidad y me gustó mucho, y como decía un compañero de trabajo en mis años en el subterráneo, “somos animales de costumbre”.

Pregunto si tienen gaseosa y me muestran dos pequeñas botellas: una de color rojo y la otra amarilla. Por el color elijo la segunda, y no me arrepiento tras probar la roja que alguien de la mesa pidió y convidó, y quedar seco del dulzor en la boca.

Nos hacemos una selfie, como todo turista. Cuando estaba por pedir la cuenta, el hombre callado, quieto, que ya se había terminado su plato pero que aun así permanece sentado, me dice:

–¿Le gusta?

Afirmo que sí con la cabeza y mientras observo la botella vacía, el hombre, amablemente, me cuenta una historia, que no sé si tendrá rigor histórico o será un simple mito, pero que, al fin y al cabo –pienso– poco importa, porque la historia es bella y nos permite por un rato quedarnos sentados escuchando al hombre que ya no permanece ni quieto ni callado, sino que habla en voz muy cálida y acompaña sus palabras con un movimiento de manos, como tratando de hacerse entender entre gestos que refuerzan su oratoria en un castellano que parece habitar como extranjero.

Según el hombre, hace cien años, un italiano (la leyenda se corrobora en Google, que aporta para el gringo el nombre de “Dante Salvietti”) llegó a la región paceña de Los Yungas, y al ver caer la fruta de un árbol la probó, quedó fascinado por el dulce sabor, y se le ocurrió inventar esa bebida hoy tan típicamente boliviana.

Tiempo después –vaya uno a saber cuánto– como todo en este mundo capitalista, Fanta sacó su propia línea con ese sabor. También probé esa versión de la bebida, pero no sé si porque viene en envase de plástico o porque intuí algo de su sabor imperialista, me gustó menos.

Así que viajera, viajero, si anda por La Paz pruebe la gaseosa de papaya en envase de vidrio no retornable. Verá además con claridad que, al terminarla, la botella lleva inscripto el lema: “Orgullosamente boliviana”.