Un ABC que rastrea lo fundamental del acto de leer
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En la sección Libros y alpargatas de La luna con gatillo, esta semana rescatamos esta otra entrega de la colección Lector@s de la editorial Ampersand, Trance, de Alan Pauls; publicación en la que el escritor y crítico nos cuenta sus lecturas, lo que implicó el proceso de lecturas en su vida; y lo hace a través de una particular narración en tercera persona del singular.
Por Mariano Pacheco
Un abecedario, como el hoy ya clásico y emblemático de Gilles Deleuze (entrevistado por Claire Parnet), pero en este caso con un movimiento que parte por abordar más de un término con la misma letra, y un autor argentino que dialoga consigo mismo, en un movimiento a su vez de sacudón del uno mismo (ser: ¿es uno? ¿El mismo?).
Lecturas que se incorporan al sentido común, al legado, a la tradición (por su pertinencia, porque ponen las cosas en su lugar) y las que sacuden, desubican (porque ponen en jaque las identidades probadas); a éstas últimas, Alan Pauls las denomina “abusivas”, y con este término comienza el libro. ¿Y si la lectura fuera la última práctica continua que quede en este mundo? “Leer es someterse a un imperio extinto: el imperio de lo lineal”, escribe el autor, para quien la lectura se ha transformado en una práctica anacrónica.
Lecturas que nos hacen entrar en trance, que nos llevan a realizar el ejercicio del “hacer de cuenta” que el mundo desaparece, con todo lo que de él se ama… menos lo que se está leyendo, y entre las ruinas poder decirse: “soy feliz”. La lectura como obsesión: abordar los nueve tomos de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust en un año en el que no se lee otra cosa, a un ritmo de dos horas por día (o más bien: por noche) y empezar a ver el mundo a través del libro, por ejemplo.
Lecturas que disparan la imaginación, por citar otro ejemplo, esa que aparece cuando se lee textos–en revistas como Cahiers du Cinéma– sobre films europeos, asiáticos o rusos que se tornan imposibles de ser vistos en Buenos Aires, y entonces el goce aparece en deducir lo que pasa en las películas a partir de la lectura de sus críticas (“ustedes son muy jóvenes –diría un meme del abuelo Simpson– pero hubo un tiempo en donde no había internet, ni DVD, ni siquiera VHS y para ver una película había que esperar a que fuera proyectada en una sala de cine” –que de todos modos, hace décadas, había más que ahora, y con una oferta mucho más variada–). “¿Y si es de ahí, de la fobia al doblaje y el culto a las versiones originales, más que de la cultura libresca, de donde viene la fama lectora de la clase media porteña?”, se pregunta el autor de La historia del pelo. Algo de esa relación entre el texto y la imagen, más allá de las diferencias idiomáticas, Pauls encuentra en el cine de Godard, un cine donde además de escuchar y mirar, incluso comprendiendo el francés, hay que leer. Porque el director deLa chinoiseincorpora en sus films textos manuscritos, a menudo momentos en los que hay que leer algo que es diferente a lo que una voz pronuncia en off, y diferente también a las imágenes que se proyectan (“interferencias súbitas” que frenan la acción y obligan al espectador a dejar de mirar para pasar a leer”, comenta Pauls en relación a las placas textuales).
Lecturas que se transforman en funciones elementales de nuestras vidas, como lo son dormir, comer o respirar (cuando eso sucede es que han dejado de ser simples pasiones de la imaginación). De allí su anacronismo, reflexiona Pauls, pero también su potencia (“el secreto de su intensidad incomparable”). Porque más que pensarla como una práctica buena o mala, escapista o comprometida, se nos sugiere en este libro, habría que pensar a la lectura como una fuerza, una energía que puede operar de maneras múltiples (e incluso contradictorias) y, por lo tanto, resistente a las clasificaciones unidireccionales. ¿Se lee entonces para saber qué es vivir y cómo hacerlo o para escapar de la vida e imaginar otra posible? La polivalencia esencial de la lectura parece decirnos que para ambas cosas, de acuerdo al momento, e incluso, para ambas cuestiones a la vez. Porque leer, al fin y al cabo, es para Pauls “la experiencia mínima, modesta, económica, alrededor de la cual se despliega la multiplicidad del mundo”. O para decirlo con Roland Barthes –citado aquí por el autor de este libro- porque posee el poder de resucitar, porque funciona como “transfusión de sangre, shock eléctrico, posesión”.
Lecturas, finalmente, que nos conectan con una especie de autenticidad existencial, como la que Pauls ejemplifica a partir de este bello comentario en torno a –y lo digo así, spinozianamente– lo que puede un cuerpo cuando lee, incluso en la adversidad:
“He visto gente con dificultades serias para caminar, subir escaleras o incorporarse de un sillón que, capturados por un libro, permanecen horas y horas en lotos imposibles sin una queja, mientras la luz de la tarde se extingue y sus ojos, que para leer solo contaban con ella, siguen adelante, ciegos, produciendo ellos mismos, quien sabe con qué reservas, excavadas de dónde, la luz que reclamaban las páginas que vienen. Ese triunfo sobre el cuerpo es quizás la prueba más cabal de la intensidad del trance de leer, y también, por mucho que recele de una palabra que se empeña en excluir de su léxico personal, de su autenticidad, en la medida en que no hay en ella esfuerzo ni voluntad alguna: solo retiro y olvido, la indiferencia casi zen en la que la lectura envuelve al que lee”.
POSDATA: “La lectura y el amor por l@s maestr@s”
Tres nombres fundamentales aparecen en este libro: el de Jorge Panesi, ese crítico literario que hoy conocemos por haber sido durante años titular de una materia troncal de la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, y que Pauls conoció sin embargo mucho antes, en 1972, como “profesor de castellano”; el de Ricardo Piglia, a quien se encuentra –dice– cada tanto en el bar Los Galgos de Callao y Lavalle, su “primer lector”, “primer escritor a quien le da sus textos a leer” y, finalmente, Josefina Ludmer, autora –entre otros libros– de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, a quien Pauls –como tantos que la conocieron– menciona como “La China”, y caracteriza como una “gurú de la astucia, el saqueo y el sesgo”; Ludmer, con quien aclara que pasó tres años estudiando en uno de sus grupos luego de que Luis Gusmán –también autor de esta colección, con un libro que pronto voy a comentar en esta sección–, entonces librero, le comentara de dicha práctica y le pasara su teléfono (“todo lo que haga después, cada palabra que escriba o lea, habrá nacido de ahí”).
Si hay un gesto de amor como el de ser leído, en voz alta, hay seguramente otro, también inmenso como ese, que se expresa en el susurro de agradecimiento a quienes nos enseñaron a leer. Algo de eso aquí se expresa en los nombres singulares de Panesi, Piglia y Ludmer. Y algo de eso hay en la vida de cada quien, más allá de los nombres, y los apellidos.