Una polémica con Toy Story 4: La pesadez del nido cuando está vacío
El infanticidio como abandono de lo colectivo, expuesta en la peor entrega de la saga.
Por Lea Ross
La primera vez que nos metimos en la saga de Toy Story, veíamos cómo un niño, mediante el uso manual de sus juguetes, emulaba el asalto de un banco perpetrado por el Sr. Cara de Papa, cuyo plan era frustrado por el comisario Woody. Toy Story 2 comenzó con una aventura espacial de Buzz Lightyear, en un universo construido por la imaginación del dinosaurio Rex, mientras jugaba con un videojuego. Y finalmente, en la tercera entrega, los dos protagonistas, junto con Jessie y el caballo Tiro al Blanco, se meten en una persecución de un tren, construido también por la mente del niño Andy.
En cada edición de la saga, se comenzaba con una posible historia alternativa, con su propia lógica, pero que tenía en sus raíces el acto de lo lúdico por parte de un personaje, dentro de esa amplia diégesis llamada Toy Story.
Pero eso cambió con Toy Story 4: su secuencia inicial ya no es un relato creado por la acción de jugar. Acá, es una sub-trama de suspenso, dentro de la misma diégesis, es decir, el mismo universo de los juguetes.
La película es el debut de Josh Cooley, quien tiene una edad parecida a la que tenía John Lasseter cuando dirigió y escribió las dos entregas anteriores de la saga, mientras que Lee Unkrich (co-dirigió la segunda y se encargó de la tercera) tenía una maduración ligeramente más alta cuando realizó por sí solo Toy Story 3, la mejor entrega de la saga.
En esta renovación generacional, pero de un nivel etario parecido, la estructura narrativa de ésta cuarta entrega ha tenido una mayor desprolijidad, teniendo tres amplias secuencias divididas: el instinto paternal de Woody con Bonnie, la niña heredera de los juguetes de Andy; los desvaríos de Forky, el juguete artesanal creado por la niña, donde Woody debe tratar de convencerlo que no es “basura”; y el reencuentro, repleta de aventuras, entre el vaquero protagonista y la ovejera Bo, que a diferencia de las ediciones anteriores ahora tiene una movilidad más acrobática e intrépida, como solo el contexto del Me Too en Hollywood sabe exigir. Estas tres secuencias están amontonadas, uno detrás del otro, sin un equilibrio estable, con cortes repentinos de por medio, y que tranquilamente podían haber sido tratados como películas aparte.
Woody se posiciona en un intervencionismo paternal con su dueña, particularmente garantizando que Bonnie tenga un comienzo de ciclo escolar salvable, evitando aquel peligro en crecimiento que es el bullying. Ese curioso paternalismo por parte del sheriff ofrece un curioso rol invertido ante la relación dueñx-juguete, amx-esclavx. Lamentablemente, esto solo está profundizado de manera acortada en un breve diálogo con una de las muñecas más antiguas de Bonnie, luego de los créditos iniciales.
Forky es también una proclama explícita frente a aquella ola de Toy Story como contracorriente a una cultura global que legitima el descarte y el desecho. Pero también queda cortado con la aparición repentina de una tienda de antigüedades, donde Woody queda sorprendido al ver una pista que señala que su amor platónico estaría escondida allí.
Hay mucho consenso en afirmar que Toy Story 4 es una gran película, pero que también fue menos efectivista en relación a la entrega anterior, es decir, con menos efectividad en cuanto a su impacto emocional. Para que su desenlace pueda cumplir con ese acuerdo tácito con su público, era necesario una presencia pesada del resto del elenco de los juguetes, sobretodo de parte de quienes convivimos con ellos durante ¡un cuarto de siglo! Da la impresión que al concluir el filme, hubo personajes que ni siquiera emitieron una sola palabra.
El enfoque puesto en la relación afectiva Woody-Bo, llevando casi en una falsa propagación sobre la figura de Forky (que se suponía era lo más novedoso en la saga), ha llevado al detrimento de una búsqueda de construcción colectiva que tanto pregonaba Toy Story. El ejercicio de la construcción de una comunidad, incluso en los momentos más inevitables como desesperantes, se cuaja en ésta relación donde la maduración de aquel juguete, aceptando el despegue de su propia cría, emparenta el abandono de la infancia como aquella en donde el yo se construía con un otro. Y esto queda más que evidente ante la notable ausencia en toda la película de la relación afectiva pre-amorosa entre la vaquera Jessie y el héroe aeroespacial Buzz. Como si existiera emparejamientos más válidos que otros. Curiosamente, se “descarta” aquel que permite mantener la construcción del único héroe que nos salva, que es el colectivo.