Ventanas para la fuga
Una crítica a la película La terminal, de Gustavo Fontán, filmada en la ciudad de La Falda.
Por Lea Ross
Viví tres años en Huerta Grande, una ciudad pegada a La Falda. Éste segundo pueblo tiene un mayor espesor de promoción turística. Su terminal de ómnibus, repleta de una dispersión de luces y sonidos, es lo que llevó a un cineasta bendecido por la comunidad cinéfila, como es Gustavo Fontán, para filmar allí su nueva película. Si lo hubiera hecho en Huerta Grande, otra obra habría sido, empezando por el hecho de que los colectivos nunca aparecen, ni siquiera cuenta con oficinas de las empresas de colectivos. El bar es su único atractivo. Por eso su humilde servidor siempre recurrió a La Falda para poder viajar.
Sin embargo, si en esa terminal fladense es más espacioso en su interior para que los pasajeros puedan esperar los incesantes bondis, en La terminal lo que prima es el apriete. La cámara de Fontán opta por una densidad muy ligera en cuanto a la presencia de los sujetos, pero achicados por los cuadros. Debe haber más planos con poca profundidad de campo. No es casual la elección de horarios que recién salen de la madrugada, como tampoco aquellas donde la noche es espesa, y las pocas luces que quedan son como ventanas para la fuga.
Quien transita por ese ámbito, se encuentra con rincones irreconocibles del lugar. Sea en la terminal o La terminal, como en cualquier otro universo o película creado por el director de El limonero real, hay una indagación puntillosa sobre el trazado de lo luminoso, sin dejar a la oscuridad en un ámbito deleznable, como aquel en donde el empleado que trapea el piso se acerca de a poco a un manto negro. Incluso, la presencia de una máquina de juegos luminoso remite a una obra ficcional antecesora del director como es La deuda, donde incluye una escena ruidosa de un casino.
La curiosa contrapartida, si es que puede definirse de ese modo, será la presencia del sonido de alguien que respira, donde por momentos el movimiento de cámara emula una mirada subjetiva de alguien que también permanece en su espera. No se sabrá si también es la misma que el de la escucha. La inquietud que radica en la película son los breves comentarios de pasajeros, sin rostro, que se meten sin previo aviso. Casi todas hablan de algún relato romántico, o la conclusión de la misma. Recuerdos e historias, con finales alegres o de corazones rotos. Hubiera sido más atractivo si esas palabras se podían explayar con más extensión para poder adquirir una mayor identidad propia, o por lo menos que alcancen esa fugacidad del mismo modo en que nos brindan los brillos de los vehículos que quiebran la opresión nochera.
Es en La terminal un filme que propone descentralizar nuestros ejes de referencia desde lo cotidiano. La percepción misma de nuestros entornos permiten advertir que los cruces de vidas se predisponen en cualquier momento a querer ser narradas. Narrar es viajar. Un axioma excepcional frente a la opresión de los algoritmos.